Pepe Ortega
Remoreno y montparnó, como de un gitanismo voluntario y fracasado, Pepe Ortega, José Ortega, el último grande del tenebrismo goyesco y regoyesco, pasado por el pueblo en sus casas, pasado hasta por las Casas del Pueblo, se me aparece en París, o en la Casa de Campo, en Madrid, donde sea, pañuelo rojo al cuello, desastroso peinado de un demasiado pelo despeinado y negro, con la brillantina de la clandestinidad cayéndole, como a un Cristo / anticristo, en tirabuzones de genialidad.Hoy presenta su tríptico 23 de febrero en el Aula Municipal. Ha habido tema con el tema, porque Carrillo sale en la pintura, como en el vídeo, sentado en su escaño, y Calvo-Sotelo salió en el vídeo, como sale en la pintura, debajo del escaño. O sea, que la cosa iba a ser en más levantado sitio y al fin lo hacen ahí, en casa Tierno, y nunca falta un Goya, ahora este Goya, para dejar constancia de los fusilamientos morales del Dos de Mayo, que aquí nunca se sabe cuándo va a ser dos de mayo. Pepe Ortega me parece a mí (me lo ha parecido en Madrid y París) que prolonga como agónicamente una bohemia trenzada de exilio, un exilio dignamente llevado como bohemia. Pepe Ortega es el último romántico de la revolución, el último revolucionano de un Romanticismo que empieza en Espronceda, pasa por el Goya exiliado/ afrancesado y termina (que no termina) en él, en Pepe. En Navidades me mandó, por Raúl del Pozo, un Quevedo que es réplica oscura del oscuro retrato anónimo, y él sabe, de alguná forma ignoradora, que la violencia estética española empieza en don Francisco, con un par, y llega hasta esa Edad de Plata historiada ahora mismo por José Carlos Mainer, los treinta y tantos primeros años del siglo, interrumpidos y argénteos por Santiago Matamoros, por un caballo o un profeta, por el profeta de los caballos o el caballo de los profetas, que luego hubo tricornio, y ahí te quiero ver, Pepe, en el retrato que le has sacado.
Con tantos años de París y de pintar ya musealmente, Pepe Ortega sigue teniendo esa cosa de hombre hecho a ciclostil clándestino, sin otra seguridad que los seguros familiares y populares que se anuncian por la calle de Petra Sánchez, esa calidad de tienda en Coslada, de contrata por manutención y papel de estraza. Su Quevedo, su 23-F, son aceites geniales y museales que van bien, sin embargo, con el boletín de vecinos vecinales y la tipografía de arcilla de los barrios. La campana de Huesca, el dos de mayo, la rendición de Breda, el entierro del Conde de Orgaz, el entierro de la sardina, el Guernica, la carga de los mamelucos; tenemos ya tanta pintura histórica que nuestra Historia parece una cosa pictórica, más que dialéctica (y, con frecuencia, incluso pintoresca) Daniel Casado Rigalt, nueve años, pintaba «lo de Tejero» por la tele (que lo echaron tantas veces), y cada vez iba añadiendo un detalle, un guardia, un diputado. Pepe Ortega, nueve siglos, ha pintado lo mismo y a lo mejor por su triptico se va a saber quiénes agredieron a Gutiérrez Mellado por la espalda, ya que los informes y sumarios no parecen precisarlo. Nada escapa al talento retiniano de un pintor con ojo para la Historia. Estos días se premian libros sobre el caso, uno de Ricardo Cid, pero ninguna prosa como el «pintar en prosa» de Pepe o de Velázquez, de quien lo dijo otro Ortega muy remetido en España. La democracia vuelve a ser rubia dentro de un mes, que viene la primavera, rubia como una infanta, pero ese oro, como la «rosa en las tinieblas» de Mallarmé, nos cuesta el tenebrismo pictórico y el fáctico.
Entre Goya y un fusilado de Goya está Pepe Ortega, que ha hecho el tríptico atroz -Bosco canalla- de ese jardín de las delicias que fuera el hemiciclo cuando febrero daba al XIX.
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