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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Partidos, asociaciones y clubes

LA CREACION de los llamados clubes liberales y el anuncio del lanzamiento de una Fundación para la Democracia y el Progreso han sido recibidos con explícito recelo tanto por UCD como por el PSOE. Esa desconfianza puede ser explicada por el temor de ambos partidos a que esas iniciativas se transformen, por planificación consciente de algunos de sus promotores o por la lógica objetiva de las cosas, en plataformas electorales o grupos políticos que luchen en los próximos comicios por conquistar votos situados en aguas centristas y socialistas. La posibilidad de que los clubes o la fundación sean los embriones de un partido bisagra que buscara su espacio político en sectores sociales actualmente ligados a UCD y al PSOE o tentados por el abstencionismo, ha sido enérgicamente negada por los promotores de ambos proyectos, que asignan otras funciones, complementarias y compatibles con las que los partidos desempeñan, a las nuevas asociaciones.El transcurso del tiempo, los cambios en la situación política española y el propio desarrollo de esas iniciativas permitirán comprobar hasta qué punto las suspicacias de centristas y socialistas tienen o no fundamento. La eventual transformación de esas estructuras asociativas en plataformas electorales merecería, en cualquier caso, la condena de sus socios, que, convocados para otras tareas, consideraran que sus nombres y sus esfuerzos habían sido deslealmente aprovechados para otros objetivos. Sin embargo, tanto UCD como PSOE tendrían que aceptar ante tal eventualidad el surgimiento de nuevos competidores, por mucho que les molestara el invento. No existe un numerus clausus de partidos, y la Constitución garantiza y reconoce la libertad de asociación. Centristas y socialistas, aspirantes a un sistema de bipartidismo imperfecto y de alternancia en el poder, podrían esgrimir los inconvenientes de una excesiva fragmentación representativa en el Parlamento. Pero, al igual que en el caso de los partidos nacionalistas y regionalistas, las realidades sociológicas y los errores políticos no pueden ser eludidas o remediados mediante leyes electorales hechas a la medida o trucos de administrativistas. La oportunidad de un partido bisagra ha sido ya valorada en las páginas de EL PAIS. Otra cosa es que bisagras hay muchas, y muchos los que quieren hacer de tal, por lo que la simple enunciación del tema no baste para hacer un análisis del papel y del futuro de cualquier partido que nazca a la luz con esa pretensión.

Por lo demás, negar a los partidos políticos las funciones básicas de expresar el pluralismo, concurrir a la manifestación de la voluntad popular y servir de instrumento fundamental para la participación política significaría la renuncia a la democracia representativa y al régimen de libertades. Ahora bien, el reconocimiento del papel insustituible de las formaciones partidistas en una democracia representativa, sin cuyas instituciones es impensable la democracia a secas, no implica, en modo alguno, la falacia de tomar la parte por el todo. La vida pública no se agota, no se debería agotar, en el funcionamiento de las instituciones estatales, en el ejercicio del derecho de sufragio o en la militancia partidista, sino que se extiende, se debería extender, a otros niveles y sectores de la sociedad civil, porque la democracia representativa a través de los partidos es una condición necesaria pero no suficiente de una democracia vigorosa.

En España, los bajos niveles de militancia en los partidos hacen todavía más necesarias nuevas formas de participación ciudadana que complementen las actividades partidistas y ofrezcan alternativas a la privatización, segura antesala de los regímenes dictatoriales. Las libertades y los derechos fundamentales no tienen mejor instrumento de defensa que su resuelto ejercicio, aunque un amplio sector de nuestra clase política profesionalizada parezca creer a veces que la manera idónea de proteger las instituciones democráticas es suspender su funcionamiento para no desgastarlas con el uso.

La crisis de militancia de los partidos no puede achacarse, como a veces hacen sus dirigentes, a malformaciones morales de la sociedad española o a campanas conspirativas de sus enemigos, sino a deficiencias organizativas propias y a la carencia de alicientes ideológicos suficientes en sus ofertas programáticas. La especialización obsesiva en la conservación o la conquista del poder, sea en el Parlamento, en la Administración central, en las comunidades autónomas o en los ayuntamientos, ha llevado a las cúpulas de los partidos a descuidar otras dimensiones de la sociedad civil y a dejar morir asociaciones directamente ligadas a los intereses inmediatos de los ciudadanos. Ese notable estrechamiento del campo de acción partidista, reducido a campañas electorales o a tareas administrativas, ha implicado, a su vez, un hacinamiento en los centros de decisión situados en el vértice de la pirámide y un negligente desprecio hacia otras formas de participación popular.

Una de las tristes lecciones del 23 de febrero fue, precisamente, mostrar las débiles conexiones entre los partidos y la sociedad civil en situaciones de emergencia y poner de relieve la inexistencia de instancias intermedias en el tejido ciudadano. Sin embargo, la respuesta popular del 27 de febrero y del 8 de mayo acabó con cualquier duda sobre las enormes potencialidades democráticas de nuestra colectividad.

Frente al riesgo de que se merme su monopolio de la representatividad y al peligro de que les nazcan competidores electorales, los partidos deben valorar la contribución positiva que pueden significar para la participación ciudadana esas iniciativas. En nuestra opinión, la desnaturalización de esas asociaciones complementarias a los partidos, esto es, su transformación en plataformas electorales rivales, depende no sólo de las maniobras que eventualmente se produzcan dentro de esas agrupaciones, sino también de la torpeza y de los errores a su respecto de centristas y socialistas, más preocupados a veces por vaciar o manipular los tinglados que no controlan burocráticamente que por ayudar a su desarrollo y a la vivificación democrática de la sociedad. La mejor forma de evitar que esas iniciativas formalmente creadas con ánimo de respetar la función específica de los partidos se convierta en plataformas electorales es que los partidos renuncien tanto a boicotearlas como a instrumentalizarlas. Bien venidas sean pues, todas las asociaciones y clubes, cuantos más mejor, que traten de animar y dinamizar la vida política y empujen a la militancia y ala participación en todos los partidos, parlamentarios o no, que aspiren lícita y democráticamente al poder político.

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