Ted Nugent, la fiera inocente
Parece una fiera, pero en realidad es un buen chico. Su pelo se ha convertido en una maraña de guedejas húmedas, el sudor le resbala por todo el cuerpo y cae al suelo, llega a las primeras filas donde se agolpa un público que quiere alcanzarle, devorarle con ojos y dientes. Es Ted Nugent, caído un martes en el repletísimo y horneado pabellón del Real Madrid. Ha venido como un mesías del rock duro americano (Detroit para más señas), ha llegado con otros tres guitarristas un bajo y un batería, está aquí para hacer mucho ruido y algo de música, para ofrecer su bíblica y atronadora imagen.Cuando sonaba todo el grupo, quienes escuchaban podían intuir en qué consisten los tambores y trompetas del apocalipsis, sólo que Ted y su banda no son ángeles justicieros, sino tipos musculosos, que obligatoriamente y como uniforme invisible han de mostrar sus brazos nervudos acariciando con gesto rabioso una guitarra.
En realidad, todo lo que ocurría alrededor de Nugent era la inmanencia en la música, la inmutabilidad de un estilo y de unas actitudes. Actitudes que no se limitan a un recinto cerrado, sino que se transportan fuera de él en la peripatética forma y figura de unas cuantas personas que sin nada mejor que hacer, merodean por las proximidades lanzando algún botellazo ocasional hacia una entrada que les niega, sus puertas. Sería cosa de realiza un serio estudio psicosociológico sobre la desinhibición en un concierto de rock, sus efectos como liberador de frustraciones, su incontrolable e incontrolado fisicismo. Había espectadoras encandiladas mirando al más fotogénico de los músicos, había quien se introdujo en trance para permanecer dando tumbos todo el concierto, quien se despojaba de su vestuario, ante el calor asfixiante, con una calma y una necesidad que asombraban.
Porque Ted Nugent, más allá de su música deliberadamente brutal, de su efectismo con la guitarra, de lo básico de sus canciones, es la cristalización de una cultura que no está en los libros porque no es, ni pretende ser, nada culta. Mira a su pueblo con una mueca y luego sonríe o gruñe, lo suyo parece perverso, pero es sólo una apariencia. En el fondo, todo aquello es algo divertido y juguetón disfrazado con gestos espectaculares, ladridos sin dentelladas.
Al final, todos hemos adelgazado un poco, el sonido zumba en los oídos y aún más adentro, el aceite requemado de los chiringuitos de la puerta se confunde con el vaho sudoroso de los 3.500 héroes adoradores. Ha sido un buen concierto, pletórico de marcha y de conocimiento, una inyección moral, una inmensa y coordinada descarga de adrena lina. Luego, los lobos del rockduro se lanzan a la ciudad, recorren el subsuelo hasta lugares lejanos. Pero volverán a aparecer cuando se les invoque. Siempre están esperando.
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