Violencia política
He leído recientemente unos cuantos trabajos científicos sobre este tema y otros asuntos con él relacionados -terrorismo, guerrilla, etcétera- y me ha chocado sobremanera el tono de frialdad, de desapasionamiento clínico, de algunos de ellos. Parece como si los autores tomasen una posición de neutralidad -o algo muy parecido- ante el enfrentamiento del Estado democrático y sus enemigos internos armados. Yo no puedo adoptar semejante actitud. Estoy comprometido, tanto por mis convicciones personales como por las responsabilidades que comparto, con la idea de que las conspiraciones armadas contra el Estado democrático nos amenazan con una vuelta a la barbarie, y que el Estado democrático tiene el deber de defender la civilización contra esas conspiraciones por todos los medios, excepto aquellos cuya utilización implicaría la caída en la barbarie.Me limito, intencionadamente, a la consideración de la violencia política en condiciones de democracia, porque creo que es el aspecto que más nos concierne. Creo también que no tiene sentido discutir si las gentes que viven bajo una dictadura militar -que ya es en sí una forma de conspiración armada- deberían preparar o no otra conspiración. armada con el fin de derrocar a la que detenta el poder. En este caso habría que tener en cuenta el cálculo de los costes humanos que esto acarrearía y la probabilidad de que la nueva conspiración represente una mejora en relación con la anterior. La defensa de la democracia es una cuestión muy diferente y permite, creo, un juicio más seguro.
Al hablar de defensa de la democracia no estoy defendiendo, obviamente, aquellas guerras coloniales emprendidas por países democráticos donde la democracia era para consumo interno y no para la exportación. La guerra de Vietnam, por ejemplo, fue una negación, no una aserción, de los valores democráticos. Pero incluso en plena guerra la existencia de la democracia en Estados Unidos seguía siendo un hecho muy positivo que posibilitaba el movimiento de protesta contra la guerra, lo que posiblemente contribuyó a que terminase.
No tengo ningún inconveniente en admitir, evidentemente, que la defensa del Estado contra los terroristas implica un cierto tipo de violencia política, es decir, violencia utilizada en defensa de un sistema político contra las personas que intentan sustituirlo por otro por medios violentos. Personalmente, prefería seguir utilizando la vieja terminología que definía como «fuerza» la violencia utilizada por el Estado y reservaba el término más peyorativo para las actividades de los enemigos del Estado. Pero no soy de los que se entretienen lucubrando sobre el sentido de las palabras, y afirmo que un tiro sigue siendo un tiro, sea cual sea la abstracción que se utilice para cubrirlo.
El pacifista total tiene que rechazar, obviamente, la violencia del Estado, así como la de sus enemigos, tanto internos como externos. Es esta una posición religiosa: también es una posición anarquista. Sería absolutamente admirable que los seres humanos hubiesen alcanzado ya un estadio en que poder vivir juntos y en paz, sin necesidad de coerción alguna. No es esta la situación actual, ni tampoco parece probable llegar a ella en los próximos cien años. En las condiciones actuales, el desarme del Estado llevaría a su disolución, a la distribución del poder entre grupos dispuestos a usar la violencia y, probablemente, a una intervención externa. Todo ello, en conjunto, implicaría una mayor violencia que la que representa la coerción normal del aparato estatal, cuya función es hacer cumplir las leyes. Posiblemente, un pacifista religioso convencido estaría dispuesto a aceptar incluso estas consecuencias, pero la gente corriente no lo está.
La fuerza del Estado
Es muy cierto que los Estados democráticos y los Estados del bienestar (welfare state) y sus estructuras legales conservan y defienden instituciones y prácticas que implican desigualdades muy sustanciales, tanto en lo tocante a gratificaciones como a oportunidades. Como quiera que el Estado está dispuesto a defender esas desigualdades por la fuerza, si ello fuese necesario, la totalidad de este sistema se define como el de la violencia institucionalizada. Como descripción tiene esta expresión una validez muy limitada. La violencia institucionalizada es un elemento necesario de todo Estado organizado, ya que sin la posibilidad de disponer de ella cualquier tipo de Estado se desintegraría. Pero aquellos que más utilizan esa expresión parecen ignorar el hecho de que la institucionalización de la vi lencia en el marco de un sistema democrático es la manera más responsable de que disponemos para refrenar la violencia. Las instituciones democráticas pueden ser modificadas por medios no violentos; el uso de la violencia por el Estado democrático está sujeto al control y la crítica, y los abusos pueden ser castigados y corregidos. Nada de ello funciona a la perfección, pero sí funciona en cierta medida, y este tipo de limitaciones no se aplican en absoluto a otros usos de la violencia, ya sea la empleada por Estados no democráticos, Ya sea la utilizada por las orgamzaciones terroristas.
Aquellos que más usan la expresión «violencia institucionalizada» parecen a menudo sugerir dos cosas: primera, que su existenciajustifica la violencia no institucional, es decir, el terrorismo, y segunda, que la violencia del terrorista está encaminada a establecer una situación en la que la violencia institucional dejará de existir. No sé de prueba alguna que corrobore esta hipótesis, pero sí conozco algunas bastante impresionantes que la invalidan: tanto Stalin como Hitler utilizaron el terror para llegar a controlar un terror muchísimo más grande. Si la gente dispuesta a utilizar la violencia para alcanzar sus objetivos realmente los consigue, no hay absolutamente ninguna razón que nos haga suponer que no estarán dispuestos a seguir utilizando la violencia para seguir saliéndose con la suya; es decir, si el Estado democrático es desmantelado, la violencia institucional seguirá utilizándose: lo que habrá desaparecido es el sistema democrático y sus defensas
En algunos comentarios izquierdistas sobre algunas fornas actuales de terrorismo podemos ver una romántica presunción favorable al terrorista. Como quiera que es una persona dispuesta ajugarse la vida, así como a disponer de la del prójimo, se le supone una excepcional generosidad, es decir, un hombre que pone su causa por encima de sus intereses personales. Esta presunción tiende a su vez a generar unas ideas vagamente favorables en torno a los méritos de la causa en cuestión, pero, en realidad, la propia presunción es injustificable. Lo único que sabemos con certeza del terrorista es lo que hace y lo que dice. Lo que hace es matar gente, lo que dice es que él mata para alcanzar determinadas metas políticas, pero no hay razón por la que tengamos que dar crédito a lo que dice. El puede estar trabajando para conseguir algún objetivo político o puede estar trabajando bajo una bandera política por objetivos y fines esencialmente personales. La vida de un terrorista, por muchos riesgos que implique, tiene sus recompensas. Entre ellas podemos mencionar el poder -el poder que surge del cañón de la pistola-, un cierto tipo de hechizo y prestigio, dinero y una gran libertad, sin las limitaciones de las rutinas y obligaciones cotidianas. Para algunas personas esta combinacibn puede ser lo suficientemente atractiva como para hacerles querer continuar sus actividades terroristas, aunque sepan que sus objetivos políticos declarados son inalcanzables. Pero, evidentemente, el hecho de considerar esos objetivos como alcanzables también representa un papel atractivo en el futuro para el terrorista, como ocurrió en los casos de Stalin y Hitler.
Altruismo terrorista
Estas motivaciones que achaco a los terroristas son solamente especulaciones, pero, con toda seguridad, no son más fantasiosas -creo que son bastante más probables- que la idea de que los terroristas son excepcionalmente generosos, altruistas o, para usar la palabra fávorita de sus admiradores, «entregados», «dedicados». Dedicados, entregados, ¿a qué?
Lo único desacostumbrado que sabemos con certeza sobre el terrorista -,lo que lo diferencia claramente del resto de los hombres- es su desusada propensión a atemorizar, hacer daño y matar a la gente. Esto, en sí, no es una garantía de generosidad: hay personas a las que les gusta matar, atemorizar y hacer daño a otras personas, y a las que también les gustan las recompensas, más o menos tangibles, que se derivan de su capacidad de atemorizar, hacer daño y matar. Querría, por tanto, insistir en que las presunciones en favor del terrorista son innecesarias y que es más razonable considerarlo, como hace la mayoría de la gente, como una amenaza a la sociedad que es importante eliminar. El concepto romántico del terrorista, aparte de estar completamente injustificado, es un obstáculo para dicha eliminación y, por ello, es importante combatir esa idea.
Fuerza democrática
La democracia concede a sus enemigos un campo de acción mucho más amplio que cualquier otro sistema de gobierno. Esa es la naturaleza de la democracia y ahí radica su fuerza. El terrorista, naturalmente, aprovecha a fondo esas ventajas y especialmente obtiene un gran apoyo de su peculiar relación con los medios de comunicación de masas. La violencia es noticia: cuanto mayores la salvajada, mayor es la publicidad. Para los terroristas que actúan en estas condiciones la publicidad es una parte esencial del juego. A muchos les resulta altamente placentero el ser objeto de esa publicidad, pero además sirve también para conseguir objetivos prácticos. Por ejemplo, les ayuda a recolectar fondos: la campaña del IRA provisional no hubiese podido durar tanto tiempo siñ el dinero que les han mandado de Estados Unidos, como consecuencia de la publicidad dada a sus hazañas. También esta publicidad favorece el reclutamiento y tiende a extender por la sociedad una atmósfera de miedo que a menudo puede ser útil en las operaciones terroristas.
Las fuerzas de seguridad, la policía, con el Ejército en reserva, están, obviamente, en primera línea en la lucha contra el terrorismo antidemocrático. La victoria en esa lucha depende del grado en que la sociedad en su conjunto considera al terrorista como un enemigo y también del número de personas dispuestas a correr, por lo menos, algunos riesgos para combatir el terrorismo. Estos factores varían mucho según las condiciones de cada país. En mi propio país, Irlanda, por ejemplo, la romántica interpretación de la historia, predominante en amplísimos sectores de población, ha favorecido notablemente el reclutamiento del IRA. Combatir esa interpretación de la historia es, por tanto, una parte muy significativa de la lucha contra el IRA, y podemos decir que ya se ha progresado en este terreno.
La responsabilidad de los medios de comunicación de masas en el asunto del terrorismo es un tema extraordinariamente complejo. Por un lado, es cierto que los terroristas utilizan a conciencia la libertad de los medios de comunicación de masas en su intento de destrozar el único tipo de Estado que hace posibles esas libertades. Al mismo tiempo, un teórico brasileño del terrorismo sostiene que uno de los objetivos de los terroristas es obligar al Estado democrático a reprimir estas y otras libertades para de ese modo convertirlo en algo repelente, tanto que la causa defendida por los terroristas llegue a ser preferible. La teoría brasileña, creo, es quizá un poco exagerada, pero el problemá de tener que defender la democracia limitando algunas de sus libertades es, sin duda, un problema muy real. El pedir a los medios de comunicación de masas unas restricciones voluntarias sería probablemente inútil. La libertad de Prensa abarca también la libertad del sensacionalismo, y en la economía de mercado el tratamiento sensacionalista de la violencia siempre encuentra compradores entusiastas. Quizá sea mejor vivir con esto, aunque no estoy seguro de ello, que tratar de reprimir esta libertad, excepto en el campo de la radio, en el que ya existen, en cierto grado, regulaciones estatales.
Para una democracia, la mejor manera de ocuparse de lo que se ha dado en llamar violencia política es separar su aparente carácter politico y concentrarse en su aspecto criminal en tanto que conspiración armada. Esto implica un compacto rechazo de cualquier tipo de negociación con los conspiradores, de rechazo de cualquiera de sus demandas o de negativa a tener el más mínimo contacto con ellos, excepto, obviamente, los que pueden ser necesarios para su captura o eliminación y para la protección de aquellos a quienes amenazan. Quizá se alegue que la fundación del Estado irlandés, de cuyo Gobierno soy miembro, proporciona un ejemplo que contradice la anterior argumentación, ya que se puede afirmar que dicho Estado fue creado a través de una negociación con terroristas del IRA. Este razonamiento se salta a la torera el hecho de que los hombres con los que negoció Lloyd George en 1921 tenían un mandato democrático de una gran mayoría de la población del nuevo Estado -no un mandato para la violencia, sino un mandato para negociar.
En la actualidad no hay ningún grupo de terroristas que actúe en estas islas que tenga un mandato democrático de ningún tipo. Cualquier tipo de negociación con cualquiera de ellos sería una simple capitulación ante la violencia desnuda de grupos pequeños y no representativos. Dadas estas condiciones, debemos desanimar a los mediadores de buena voluntad; los mediadores proporcionan a los terroristas prestigio y ánimos, les alivian la presión ejercida sobre ellos y les dan tiempo a reagruparse; al Estado democrático -de no ser que esté dispuesto a capitular completamente- le proporciona solamente un momento de calma, que irá seguido de una salvaje reanudación del terror. No hay, finalmente,otra manera de derrotar al terrorista que la de convencerlo a él, y sobre todo a todos sus amigos y simpatizantes financieros, de que no tiene la más mínima posibilidad de alcanzar sus objetivos, de salirse con la suya. Esto puede tomar mucho tiempo y puede también acarrear nuevos sufrimientos y muertes, pero puede y tiene que hacerse para evitar las consecuencias mucho más desastrosas que se derivan del hecho que una democracia vacile ante las amenazas del terrorismo.
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