La alergia de Raphael en su heroica presentación
El, señores, tenía un chorro de voz. Lo tiene todavía. Pero anda criminal, por mor de alguna alergia patria, en eso que llamar podríamos el susurrante gota a gota. Ha irrumpido en el escenario, enmarcado por dos retratos azafranados del propio cantor, con las manos Metidas en los bolsillos. Trae, como ayer, un traje oscuro, un foulard oscuro, una cruz. negra y plateada que le cuelga del cuello, una oscura pregunta en los labios: «¿Sabes cuándo los rayos del sol se apagarán?» Respuesta transparente y obsesiva: «Nunca, nunca, nunca».Nadie espera el milagro. Pero se le agradece la osadía, como al hijo que ha perdido una pierna se le aplauden los pases con el balón, se le anima, se le piropea, mientras la madre ahora se esconde para que nadie se dé cuenta de que está al borde de las lágrimas. Podría una vecina cariñosa decírselo en secreto al forastero: «Es mudito, pero .todos lo queremos mucho». Raphael se gana a pulso ese querer.
Se despoja de ¡a chaqueta; y utiliza el foulard de cinturón para engarzar burbujas y contradicciones: «Que quiero darte y no sé darte». Se le perdona. A, él, tan gigantesco y tan enano, tan desesperado, sin saber nunca si va o viene, que esta noche quisiera enloquecer. Se levanta Amilibia para aplaudir: «¡Glorioso! ¡Glorioso!»
Victoria de la genialidad sobre la alergia: «¡Profesional!» Raphael se defiende de la espuma: «Lo que soy es un buen artista». Reconocimiento colectivo: «¡Olé la gracia, que eres el único! » Eleva el dedo índice para afirmar: «Hoy, los locos andan sueltos». Tan sueltos, ay, que se enamoran de una mujer de la vida que se empeña en no hacer rebajas. Para consolarse, baila con ganchillo, nos sorprende con una canción de Brel (La cotilla), se refugia en una oscura habitación, vuelve a querer enloquecer, Y ahora le ofrece un muñeco de trapo a una hembra cortada: «Toma, toma, torna». Sabe, señores, dar.
Surge, de pronto, una esperada canción que va a dejar sin hojas a los árboles del Retiro: Como yo te amo. Raphael se despereza, se calienta, adopta las maneras de las fotos fijas de Aplauso, abre los brazos en cruz, se arrodilla, se cubre la cara con las manos, mientras el público, señores, es ya un loco alarido de admiración apasionada.
Queda mucho más júbilo. Quedan guitarras, tiempo libre («Pa mí, pa mí, pa mí»), gracias a la vida, cachetes en los muslos, bailoteo («es casi imposible bailar entre tantas flores»), el pico amenazante de un gavilán colorao, la presentación de la orquesta, el orgasmo de garganta profunda (Balada triste de trompeta) por medio de un vaivén que subrayan relinchos acuciantes de placer: «¡Aaaaay! ¡Aaaaay! ¡Aaaaay!» El camarero se coloca la botella de ron entre las piernas para poder aplaudir: «¡Maestro, que eres un maestro!» Un maestro, señores, que saca fuerzas de flaqueza alérgica, agua del desierto, néctar de alguna espina atravesada. El sigue siendo aquél.
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