Democracia y orden público
Senador del PSP por Almería
En los tiempos de transitoriedad en que nos encontramos hace falta un permanente y difícil esfuerzo de conciliación entre nuestras aspiraciones básicas de justicia y paz social y la casi «invención» de un marco legal de convivencia, mera mente provisorio, pues la legalidad vigente en el campo de los derechos humanos -sobre todo en lo relativo a las libertades públicas- supone un rudo obstáculo totalitario interpuesto en el camino de la normalidad democrática. Hasta tal punto es cierto lo que digo que si nuestros gobernantes se empeñaran -bien por nostalgia del tiempo que estamos enterrando, bien por la cicatería formalista propia de muchos de ellos- en la mecánica utilización de los poderes antidemocráticos que les confiere tal legalidad, la democracia -esto es, la convivencia libre y digna entre los españoles- no sería posible. No estoy hablando en este momento de la llamada «plenitud democrática», que para nosotros, los socialistas, no existirá hasta la transformación revolucionaria, aunque pacífica, de las estructuras y relaciones de producción propias del capitalismo. Me estoy refiriendo, simplemente, a una democracia formal, neocapitalista, de «andar por casa», o por la calle, con la cabeza alta, sin la humillación que supone la mutilación de nuestra ciudadanía, cuya médula está integrada por unos derechos y unas responsabilidades que todavía se encuentran en manos ajenas, en las del cacique de turno, que en esto se convierte el gobernante que se, prevale de una normativa «caudillista», utilizándola de acuerdo con su vocación original: como instrumento arrojadizo, como mordaza, como provocación. Nadie debe ceder a esa provocación, por trabajo que cueste contemplar cómo el orden ciudadano, el orden del pueblo trabajador, el que nace del buen sentido y no de la mala ley, se ve conturbado y vejado por los partidarios -que nunca faltarán- de la exhibición represiva y de la inhibición personal, mientras aquella exhibición sigue su curso. Nadie tiene derecho -y lo digo con sinceridad y rotundidad- a responder con violencia a la violencia, aunque se haya sido víctima directa de ella. Así no vamos a ninguna parte, o, mejor dicho, a una parte que nos es demasiado familiar, demasiado cercana. Ya sé que a muchos esto les parecerá excesivo, que algunos pueden pensar, de acuerdo con la vieja sentencia griega, que «violentar por mucho tiempo el corazón enturbia la inteligencia». Pero mucho peor es -si eso fuera cierto- que se enturbie el corazón, que el rencor sustituya a la pasión, una pasión lúcida, por la igualdad y la libertad.
Hay que «inventar» cada día ese marco provisional de convivencia, tan necesario hasta que se elabore la nueva legalidad democrática. Es preciso que los gobernantes tengan la sensibilidad ciudadana y democrática indispensable para saber ir a remolque del buen sentido popular. La sensibilidad, el coraje y la humildad necesarios. Y es menester también que el buen pueblo español siga dando, pese a todo, el ejemplo de fortaleza y paciencia que, desde hace mucho tiempo, le ha colocado muy por encima de sus gobernantes y, en general, de su «clase política».
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