El halcón y el pie de Willington
Nací en un pueblo donde el fútbol profesional era un misterio maravilloso sostenido por la palabra, donde los más expresivos cristalizaban las leyendas


Pensaba escribir sobre las declaraciones de Ferran Torres tras el partido frente al Elche: “Hemos estado desacertados en algunas jugadas, pero valoro que volvemos a comernos el césped como la pasada temporada”. No me pareció que lo dicho tuviera relación con lo visto en el campo. Pero la declaración tuvo un eco que entusiasmó al barcelonismo. Pensé dos cosas. Primero: qué ganas de creer que tiene la gente. Segundo: cuánto poder tienen las palabras.
En medio de la reflexión recibí una noticia que me llevó a la infancia. Nací en un pueblo donde el fútbol profesional era un misterio maravilloso sostenido por la palabra. La voz victoriosa de la radio que nos contaba los partidos, los periódicos y revistas deportivas que prolongaban las emociones, las efusivas conversaciones de café, donde los más expresivos cristalizaban las leyendas. Hubo jugadores que crecieron hasta hacerse mitológicos gracias a aquellos relatos que activaban mi imaginación. Uno de esos cracks falleció esta semana, se llamaba Daniel Willington. Nunca jugó un Mundial ni formó parte de ninguno de los cinco grandes del fútbol argentino. Pero inspiró mis sueños cuando el fútbol era una meta improbable y me pegó un susto de muerte cuando la alcancé.
Era alto y se movía con la elegancia de un aristócrata. Tenía una bohemia tanguera, no le sobraba disciplina y su juego tenía las lagunas propias de los que prefieren jugar a la sombra antes que al sol. Eso sí, mejoraba todos los balones que tocaba y se los servía en bandeja a los delanteros. El “Negro” Fontanarrosa lo evocaba así en su cuento El exorcista: “Willington levantó su pierna derecha con el movimiento lento y acompasado de las garzas, hasta que el pie alcanzó la altura de su propia cabeza. Y la pelota, la trastornada, la rabiosa, la enloquecida, se posó sobre la punta de ese pie derecho para quedar allí, mansa, sosegada, como el halcón que encuentra la mano enguantada de su señor.” No tengo más arma que la literatura para que ustedes se hagan una idea. Le pegaban mucho, pero era valiente para recibir y astuto para devolver. En cuanto a sus tiros, en pelotas detenidas o en movimiento, tenían una precisión telescópica, la delicadeza de aquellas garzas y una potencia equina.
Y ahora viene el susto. Mi sueño de profesional acababa de cumplirse hacía poco tiempo y me tocó jugar en Córdoba, donde Willington tenía su reino. Había jugado diez años en Vélez Sarsfield, donde todavía se lo tiene en un altar, y estaba de regreso en Talleres de Córdoba, su club de origen, donde también es ídolo máximo. Yo tenía 18 años, él pasaba cómodamente de los 30. Mediado el primer tiempo hubo una falta a más de cuarenta metros de nuestro arco. Recuerdo el lugar: justo en donde el trazado del círculo central está más cerca de nuestra área. ¡El círculo central! Nuestro arquero pidió barrera de dos, lo que me pareció una extravagancia. Pero obedecí, yo era uno de los dos. Se perfiló para su pierna derecha, serio como un dios y con su cabeza siempre levantada.
Lo miraba hipnotizado por efecto de tanta literatura: ese tipo era “El Daniel”, como lo distinguían en Córdoba. Y entonces sí, le pegó con tanta pureza que cuando la pelota pasó por encima de mi cabeza se podía leer hasta el precio del balón. En cuanto a la potencia, casi rompe el travesaño. Fue entonces cuando pensé: “si ser profesional es esto, yo no sirvo”. Una mortificación que me duró un tiempo. Hasta que entendí, resignado, que hay tipos que están a otro nivel. Y que hay que despedirlos con todos los honores. También para eso sirven las palabras.
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