Niños jugando al fútbol
En las categorías inferiores deberían decir: si no logró ser profesional, no lo sea aquí. Es la obligación de padres, madres y entrenadores cuidar de los pequeños

Hace ya tiempo que los fines de semana no nos pertenecen a mi mujer y a mí, quienes nos vemos arrastrados los sábados por la mañana por los campos donde se disputan partidos de fútbol infantil y benjamín. De septiembre a junio nuestra agenda se ve determinada por el caprichoso calendario de las categorías inferiores. Tengo que reconocer que, en general, no me disgusta el plan. Padres y madres del equipo quedamos una hora y media antes del encuentro siempre en el mismo sitio, desde el que parte una caravana de coches compartidos que nos lleva cada sábado a un pueblo diferente. Al llegar al campo los niños comienzan su rito (vestuarios, calentamiento, charla previa) mientras los adultos compartimos café, nos ponemos al día y nos quejamos de nuestra rutina, el precio de las cosas y la actitud ante la vida de las nuevas generaciones. Después, con el pitido inicial, afición local y visitante despliegan en la grada todos los arquetipos de padres y madres de futbolista, desde el que corrige la posición no solo a su hijo, sino a todos los demás, hasta el tipo ausente que juguetea con el móvil mientras su retoño hace lo que puede sobre el campo, pasando por los que hacen bromas en voz alta sobre el (mal) desempeño de su hijo o los que vaticinan una carrera deportiva llena de éxitos para ese chiquitín de ocho años que aún cree en el Ratoncito Pérez. Tienen mala prensa los padres del fútbol, lo sé. Tal vez he tenido suerte, pero mi experiencia me dice que la mayoría se toman con distancia irónica todo esto del deporte infantil y son conscientes de que a pesar de la pomposa oficialidad de los encuentros, de las camisetas brillantes y las líneas de cal sobre el césped, de toda la parafernalia, en fin, esto es solo es un juego, una simulación de un universo, el profesional, que está a años luz de aquí.
Para las niñas y los niños, sin embargo, el fútbol es importante. Escribió Juan Villoro que no hay nada más serio que un niño jugando. Sobre el campo dan todo lo que pueden. Sus gestos son de tensión. A veces hay lágrimas. Muchos sueñan con ser un día jugadores de primera división. Otros van siendo conscientes de sus carencias o sospechan que la apuesta no merece la pena, pero aún así se dejan la piel por el equipo. Y llegan las victorias, las derrotas, algún empate y, con el paso del tiempo, las temporadas y el filtrado de pequeños y pequeñas en base a supuestas habilidades. Se forman equipos de rendimiento y otros a los que tácitamente se les hace saber que entrenan para solo pasar el rato. Y ahí empieza a estropearse el asunto. A los malos se les hace saber que lo son, por mucho que sus plantillas se nombren con eufemismos de colores y no con jerárquicas letras. Las niñas dejan de poder jugar con los que hasta el momento han sido sus compañeros. ¿Y los que despuntan? A su alrededor se genera un universo de expectativas. Clubes y escuelas señalan con el dedo a supuestos elegidos. Los padres pierden la perspectiva. La cosa se pone muy seria. El niño deviene jugador. Las sonrisas empiezan a desaparecer. No hay nada más serio que un niño jugando, escribió el maestro Villoro, ni nada más grotesco que un adulto jugando con niños como piezas de un tablero, me atrevo a añadir.
Un amigo, futbolista, me dijo un día que el fútbol merece la pena solo mientras la bolsa de deporte es más grande que tú. Otro me contó que todavía tenía pesadillas recordando los viajes en el coche con su padre, al regreso de los partidos, y me confesó que en cierta ocasión estuvo a punto de lanzarse a la carretera, en plena autopista, todo por dejar de escuchar sus reproches.
Es la obligación de padres, madres y entrenadores cuidar de los pequeños. La clave es fácil: no olvidar que esto es un juego, un juego que ha de ser serio para los niños y alegre para nosotros, que si han de ser un día profesionales, el recuerdo de la infancia sea el refugio al que volver cuando las cosas se pongan feas. Y que conste que no hablo de los grandes clubes, donde en general se cuida con mimo a los pequeños, sino de todos aquellos en los que adultos que no llegaron juegan a ser profesionales. Mi abuelo tenía colgado en su despacho un cartel que rezaba: si no tiene nada que hacer, no lo haga aquí. En los campos de fútbol de categorías inferiores debería colgar uno parecido: si no consiguió ser profesional, no lo sea aquí.
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