Subir sentado, como Miguel Indurain
Llegó él, imponentemente silencioso, tan magnético y aplastante, y pulverizó el paradigma. Siempre traté de imitarle, ya fuera sobre una bici real o imaginaria


Hubo un verano en el que me enamoré de Romario. Imposible no hacerlo, claro. Bastó con el póster que me regaló mi padre mientras nos tomábamos un Cacaolat en el Ambròs de Torredembarra, por la tarde, justo antes de darnos otro chapuzón en la playa. Aquel tipo bajito que hacía un malabarismo en la imagen no golpeaba la pelota: la acariciaba. “Dibujos animados”, que decía Valdano. Era 1993, aunque para entonces ya había descubierto más que de sobra el fútbol. “¡Bergkamp!”, me llamaba mi primer entrenador, Justo Basarte. Más adelante, cuando ya había cogido un poquito de cuerpo en la adolescencia, mi hermano el aventurero me instó a que me preparase: “Álex, nos vamos a Sopelana”. Y regresamos unas horas después a Zarautz con un par de tablas de surf en el maletero. Entonces (Hendaia, La Zurriola, Biarritz…) descubrí (y sufrí) la magia de las olas y las corrientes, y aprendí también que la interpretación del momento, el saber leer, es fundamental en la mayoría de las situaciones.
Ninguno lo hacía como él, Indurain, esencia de aquellos maravillosos veranos de los noventa en los que su pedalear, aquel ritmo casi inhumano, el de una locomotora, era el denominador común de aquellas tardes que guardo como oro en paño en mi memoria: julio, sobremesa, salitre, los ventiladores y el sudorcillo cayendo sobre la frente. Fuera donde fuera, todos al grito de: “¡Aupa Miguelón!”. Y ahí que obedecía siempre él, ceja arqueada y rictus imperturbable, ese gigante que nos levantaba de la silla y que desafiaba a la lógica con semejante constitución, con esa forma de competir tan única y tan elegante. Tan aplastante. ¿Cómo demonios conseguía resistir un hombre tan grande ante los desniveles de los Alpes y los Pirineos? Pero a todos los devoró, en fila india: Bugno y Chiappucci especialmente, y también a los Rominger, Pantani o Ugrumov. Maldito el día que se interpuso en su camino el tal Riis, dopado hasta las trancas, según confesaría una década después. Esa tarde, final de etapa en Pamplona, precisamente, todos le acompañamos en el descenso a los infiernos.

Fue su último Tour y, a partir de ahí, nada fue lo mismo. El ciclismo sigue resultándome fascinante, pero sin él es diferente. Lo mismo que la NBA sin Michael Jordan o el tenis sin Roger Federer. Los habrá muy buenos, quizá (numéricamente) mejores. Pero ninguno como ellos. Como Miguel. Recordaba el escritor Christian Laborde en un artículo publicado por este periódico en 2001 que “los españoles, a excepción de Ocaña, eran pulgas capaces de esprintar en las montañas, pero a quienes su pobre talento de rodadores y su debilidad en las contrarrelojes les alejaba del maillot amarillo”. Pero llegó él, imponentemente silencioso, tan magnético, y pulverizó el paradigma. Inigualable esa forma de subir que siempre traté de imitar, ya fuera sobre una bici real o sobre aquella imaginaria que me transportaba entre trayecto y trayecto a pie, trazando las curvas y con esa pose pluscuamperfecta, ya fuera rodando o escalando: contra natura, culo en el asiento, manos al manillar. Pam-pam-pam. Cadencia salvaje, pedaladas sofisticadas. Como si no costase nada. Como quien está dándose un paseo. En realidad, él jugaba al póquer. Parecía no estar ni sentir, pero no había quien le tosiera.

A lo sumo, de vez en cuando enseñaba los dientes en forma de serrucho, señal pasajera de esfuerzo que también traté de acoplar a mis fantasías. Hasta su forma de llevar la gorra era especial. Recuerdo como si fueran ayer las escapadas hasta Olatz con mi pandilla, a aquellas edades una verdadera odisea, para tratar de dar con él en su chalet de ladrillo rojo. En una de esas, evitando la vigilancia del perro guardián, trepé con mucha fe por el vallado metálico y, a falta de Miguel, di con el Santo Grial cuando su mujer, Marisa, atravesó esa zona del jardín, activó la puerta del garaje y ahí delante, colgada y reluciente, hermosísima, fue poco a poco destapándose la Espada diseñada por Pinarello con la que voló en el velódromo de Burdeos. Volví a casa más que feliz. Para entonces ya había ganado sus cinco Tours consecutivos, sus dos Giros y había batido el récord de la hora. Luego, más adelante, una vez que ya se había retirado y empezado a disfrutar de esa discreción que tanto le gusta, me crucé un par de veces con él (y uno de sus hijos) mientras rodaba tranquilamente por las carreteras de la Ulzama y Aranguren.

Puedo contar con orgullo (y mucho pesar) que yo estuve allí el día que se despidió del deporte. No era verano, sino pleno invierno. 2 de enero de 1997. Y mientras el maestro Arribas le daba a la tecla y nos lo contaba, yo, crío todavía, conseguí colarme en los bajos del Hotel Ciudad de Pamplona para escuchar ese mensaje devastador: “He acabado, esto es todo”. “¿Que si estoy triste? No. Sabía que era un momento que tenía que llegar y ha llegado”. No hace mucho, al hilo de un asunto de trabajo, le tanteé para saber si podía contar con su firma para una columna, y, por supuesto, no me decepcionó. Indurain, siempre Indurain. Cortita y al pie, con esa elegancia suya: “Buenos días, Alejandro. Gracias por tu propuesta, pero no estoy interesado. Saludos. Miguel”.
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