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El pelazo de Bardot: cómo una melena enredada sacudió los cánones femeninos hace 70 años

El emblemático peinado-despeinado de la actriz francesa irrumpió en un tiempo en que las mujeres aún debían lucir aseadas, con recogidos esculpidos a laca y sin un pelo fuera de sitio

Brigitte Bardot durante el rdaje de 'Le Mepris'

El tiempo es un huracán. En las últimas décadas, la actriz francesa Brigitte Bardot, fallecida este domingo a los 91 años, fue lepenista, racista y, finalmente, y temerosa antivacunas. Pero en la segunda mitad de la década de los años cincuenta del siglo pasado sacudió la vida pública al personificar (o mejor, inventarse) a la chica libérrima, dueña de su deseo, algo salvaje y casi existencialista en el disfrute del presente. Era entonces una joven furiosamente avant garde sin saberlo, nada intelectual, una adolescente parisina que, con su aire indolente y su melena despeinada, haciendo lo que le viniera en gana en cada momento, no se parecía a nadie. Y, a su manera, revolucionó el mundo.

Fue un bombazo cultural y social que cambió la autopercepción de las mujeres y la mirada de los hombres. Y pocas cosas simbolizan eso más que su cabello, omnipresente —casi con grado de entidad autónoma— en carteleras, en fotos, en portadas de discos, en la tele y en el cine.

Bardot fue una morena con voluntad de ser rubia, dueña de un pelazo indomable, leonado, enredadísimo, como de recién levantada de la cama, y no de dormir sola. Un look agreste adaptado después por la actriz Anita Pallenberg o la modelo Kate Moss, por ejemplo.

Fue una chica sin ambición especial, que fumaba, actuaba, bailaba y cantaba (grabó sesenta canciones, entre ellas Je t’aime... moi non plus, de Serge Gainsbourg, en 1967, dos años antes de que la interpretara Jane Birkin), contenta de mirarse al espejo —su belleza era sobrecogedora— y de mesarse su extraordinaria melena, sus “pelos de loca”, una expresión que aún se usaba hasta hace no tanto. Toda una declaración de intenciones en los años cincuenta, una década en la que las mujeres aún debían lucir aseadas, con recogidos esculpidos a laca, en orden y bajo control, en desangelada rigidez y sin un pelo fuera de sitio.

El misterio tras la melena

“No formo parte de la especie humana. No quiero formar parte. Me siento diferente, casi anormal”, escribió en sus memorias Lágrimas de combate, publicadas en 2017. Tal vez por eso sus primeras películas son una sucesión de historias para intentar desentrañar el misterio que era ella misma.

En 1956, en la película Y Dios creó a la mujer, el director que más adelante sería su esposo, Roger Vadim, se propuso mostrar al público el extraordinario efecto que la Bardot le causó al conocerla. “Era espontánea y libre, infiel y muy romántica”, dijo de ella, y en la película la retrató como una especie de Don Juan femenino, una fatalista sin solución, enamorada del amor, que en el filme dice “todo lo que el futuro hace es estropear el presente” (y de la que dicen que “nunca tendrá donde ir, porque no le gusta el dinero”), mientras pasea descalza, toma el sol desnuda y disfruta comiendo, amando, bailando y bebiendo.

Fue un tipo de joven que después representó la revolución sixties, una chica de larguísima y rompedora melena para aquella época: fue el peluquero Jacques Dessange quién la tiñó de rubio y le ayudó a perfeccionar su peinado coiffé-décoiffé (peinado-despeinado), que se convirtió en su sello distintivo.

En Vida privada (Louis Malle, 1962) interpreta a una chica que, de un día para otro, se convierte en una explosiva estrella de cine, una bomba sexual a la que los adultos y los padres desean, desprecian y temen —le gritan que es inmoral, que debe ser censurada, que es… ¡demasiado!—, a la que los chicos persiguen y las chicas imitan por la espontaneidad que emana de su cabello suelto, sus inmensos recogidos-colmena y su flequillo indomesticable.

En El desprecio (Jean Luc Godard, 1963) encarna un personaje de la novela de Alberto Moravia del mismo nombre pero, de alguna manera, también parece interpretarse a sí misma. En un corto denominado Le Parti des choses (Bardot et Godard), dirigido por Jacques Rozier y rodado en el transcurso de El desprecio, se revela que parte de la filmografía de Godard busca el reflejo de la mujer moderna como la misma Bardot, “ilógica, desarmadora, caprichosa, exasperante, regia, misteriosa”. Es un ojo masculino que busca, observa y todo lo quiere entender, cuando a veces es todo más sencillo de lo que parece.

En Las petroleras (Christian-Jaque, 1971), una película del oeste coprotagonizaba con Claudia Cardinale, rodada en San Juan de los Terreros (Almería), en Santo Domingo de Silos (Burgos) y Colmenar Viejo (Madrid), entre otras localizaciones, Bardot interpreta a la jefa y hermana mayor de una banda de ladronas y asaltantes de trenes, de la que son miembros Emma Cohen y Teresa Gimpera, entre otras. Y en esa película ejerce de peluquero José Luis López Vázquez, a quien Bardot, con un perfecto recogido leonado, visita para sonsacarle información sobre su rival en la búsqueda de pozos de petróleo.

Dos años después, tras trabajar en casi cincuenta películas, sintiéndose atrapada en el ojo público, cansada de ser el centro de las miradas, agotada de dejarse adorar —fuera con su pelo teñido rubio blanco, amarillo canario o con la raya negra, desteñido, saludando alegremente desde la raíz—, Bardot decidió retirarse a Saint-Tropez, donde en 1956 había rodado la película de Vadim que cambió su vida para siempre.

“Cada mañana me despierto y estoy triste. No se puede escapar de la angustia que sigue a la gran felicidad”, confesaba la estrella francesa en Bardot (Alain Berliner, 2025), el documental sobre su vida que hace poco se estrenó en Francia. Quizás también debió tener algunos días luminosos en su finca La Madrague, con piscina y embarcadero propio, entre animales, miembros de la jet-set, amigos y novios. Durante años, en su pueblo, en Saint-Tropez, el más mítico de la Costa Azul, se podía ver a Brigitte Bardot en el mercadillo local que se montaba en la Place des Lices los martes y los jueves. Por allí se paseaba en zapatillas de esparto, con vistosas pamelas y gigantes gafas de sol mientras saludaba a los parroquianos y compraba tomates, berenjenas, cestos de mimbre, manteles provenzales y, probablemente, alguna que otra horquilla y cepillo para el pelo.

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Sobre la firma

Mar Padilla
Periodista. Del barrio montañoso del Guinardó, de Barcelona. Estudios de Historia y Antropología. Muchos años trabajando en Médicos Sin Fronteras. Antes tuvo dos bandas de punk-rock y también fue dj. Autora del libro de no ficción 'Asalto al Banco Central’ (Libros del KO, 2023).
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