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OBITUARIO
Tribuna
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Frank Gehry, el arquitecto que puso Bilbao en el mapa

El museo Guggenheim es uno de los grandes logros de un creador que supo jugar con los espacios, la luz y el contexto para provocar sensaciones y construir lugares de peregrinación

Anatxu Zabalbeascoa

Hay algo profundamente revelador en que la biografía de un arquitecto tenga un eco en su obra. No sucede con todos: es fácil esconderse detrás de un edificio. Pero sí ocurre siempre con los grandes. Los vaivenes de la vida se traducen para ellos en ciertas proporciones, en espacios de convivencia, en fachadas sinuosas, en distribuciones que delatan pocas dudas y ausencia de miedos o en fachadas que aspiran a convertirse en una demostración de poder.

Frank O. Gehry (Toronto, 1929- Los Ángeles, 2025), fallecido este viernes en California a los 96 años, dejó de ser Ephraim Owen Goldberg en 1947 cuando su familia, huyendo de la pobreza tanto como del antisemitismo, se instaló en la progresista California, entonces casi por inventar. Convertido en arquitecto, su paso por París -donde estuvo becado- y su voluntad de ser un arquitecto moderno marcaron más su trayectoria que los estudios de posgrado en Harvard, que no terminó.

Así, Gehry comenzó siendo moderno, vale decir cubista, un profesional con alergia al ornamento. Y terminó coronándose como deconstructivista, sin tener tiempo para comentar el adjetivo con el que Philip Johnson -a cargo de la sección de arquitectura del MoMa- calificaba lo que, tal vez, no terminaba de entender.

Fue su primera mujer, Anita Snyder -con la que se casó con 23 años-, la que le sugirió a Gehry el cambio de nombre. Y fue la segunda, la panameña Berta Aguilera, la que le daría -casi sin querer- las alas para transformarse en el arquitecto que decidió ser. Sucedió en 1975, cuando se casaron. Compraron una casa de madera en Santa Mónica que necesitaba reparaciones. Gehry se encargó de hacerlas -no de diseñarlas- empleando malla de gallinero en las escaleras, chapa de acero corrugado para una fachada y… cartón para los muebles. Esos muebles cambiarían su vida. También la casa se convertiría en su tarjeta de presentación.

La colección de butacas Easy Edges llegaría a los hoteles más caros. Se vendería por miles de euros y entraría en la colección del MoMa. El empleo de los materiales más económicos que había en la ferretería lo convertiría en uno de los arquitectos más famosos del mundo.

Tras esa osadía, cuando le encargaron el Museo Aeroespacial de Los Angeles, estrelló una avioneta en la fachada para que actuara como reclamo. Fue entonces cuando Rolf Fehlbaum, el dueño de la productora de mobiliario alemán Vitra, lo trajo a Europa para que firmara su primer edificio en el continente: el Vitra Design Museum. Corría 1989 cuando lo terminó. Merece la pena visitarlo en Weil am Rhein. Es como un Guggenheim de Bilbao desnudo.

Para entonces, Gehry y su estudio firmaban facultades para universidades y viviendas para ricos. Como jugador experto, Gehry aumentaba el riesgo en cada nueva apuesta. Llevaba años de contención moderna y, en Praga, hizo bailar dos edificios a los que apodó Ginger y Fred. ¿Cómo se pone a bailar la arquitectura? Rompiendo simetrías, apoyándose en composiciones más orgánicas que geométricas y… con grandes ingenieros calculando las estructuras. En eso también fue pionero Gehry: en llevar el diseño con ordenador que empleaban las ingenierías a la arquitectura. No era diseño, era cálculo. Él moldeaba con plastilina lo que quería ver construido, como su gran amigo el escultor Claes Oldenburg. Otros calculaban cómo poder levantarlo. Fue así como llegó a Bilbao.

A España entró por Barcelona: de la mano del maravilloso pez-umbráculo que acompaña al Hotel Arts – diseñado por la firma de Chicago S.O.M-. Se le ocurrió al promotor Ware Travelstead. “Será el umbráculo más caro del mundo”, le dijeron en Barcelona. “Será barato en el futuro”. Tenía razón. El siguiente paso de Gehry fue un monumento que marcó un antes y un después en su obra. Y en la historia de la arquitectura.

Hoy se conoce como “efecto Bilbao” la consecuencia transformadora para la economía que una obra arquitectónica puede tener en una ciudad. Son muchas las que lo han intentado. Solo en España, Santiago, con la Cidade da Cultura de Peter Eisenman, es un ejemplo. No hace falta recordar que no todas las urbes corrieron igual fortuna. El éxito no tiene fórmula matemática. Eso sí, suele derivar en un descenso de las alturas. A Gehry también le ocurrió cuando se dedicó a firmar notables trabajos posteriores primos hermanos del Guggenheim de Bilbao.

No eran malos edificios, eran epígonos de un monumento único. Así, al auditorio de Walt Disney en Los Ángeles le siguieron el Hotel Marqués de Riscal en Elciego (La Rioja) o la Fundación Louis Vuitton en París. Gehry se había convertido en la mejor inversión publicitaria. Llegó a firmar el proyecto para ampliar el aeropuerto -un aeropuerto con lenguaje guggenheniano- nada menos que de Venecia. No fue construido: la Serenísima tiene sus tiempos.

De la cima del reconocimiento que le valió todos los premios -del Imperiale japonés al Pritzker pasando por el entonces Príncipe de Asturias, queda el recuerdo de Gehry haciendo la higa -la peineta- a quien le pregunta críticamente si se consideraba arquitecto estrella. Fue el revés del “efecto Bilbao”. En plena resaca por el exceso de estrellas arquitectónicas -muchas estrelladas- y en un momento en que la crisis económica llevó a cuestionar cuántos monumentos contemporáneos podía absorber una ciudad, Gehry demostró por qué era grande: fue capaz de reinventarse.

En la calle Spruce, en el distrito financiero del Bajo Manhattan, levantó un rascacielos que, esbelto, rotundo, amable, irónico y algo mareado, era a la vez Nueva York y Gehry. Corría el año 2011. Los atentados de 2001 habían planteado el fin de la tipología que levantó Estados Unidos y estaba invadiendo Oriente Medio. Gehry tenía una última palabra: era necesario cambiar el estilo internacional de la mayoría de rascacielos por una dosis de identidad. La falta de identidad es lo que resulta en ciudades anodinas. Y los rascacielos de Frank Gehry no iban a contribuir a eso. Así, el Guggenheim de Bilbao y el 8 de Spruce Street son hoy los grandes logros de un arquitecto que deja un gran legado: supo jugar con los espacios y, por eso, con la luz y el contexto para provocar sensaciones y contribuir a construir lugares de peregrinación.

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