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Almudena Grandes
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando Almudena Grandes se sentaba a escribir

En el cuarto aniversario del fallecimiento de la escritora, su compañero, el poeta Luis García Montero, la recuerda delante del ordenador, con ‘Negrín’ sobre sus piernas

Almudena Grandes

Durante años vivió con nosotros un gato que se llamaba Negrín. Se lo habían encontrado recién nacido nuestras hijas en los aparcamientos de la urbanización de Rota donde pasábamos los veranos. Lo habían llevado a nuestra casa, y yo caí en la tentación de ponerle un plato con leche. Cuando Almudena vio la escena, empezó a regañarnos con el sentido común que a nosotros nos faltaba. La verdad es que era una locura responsabilizarnos de un gato porque vivíamos entre dos ciudades y muchos viajes, sometidos a unas costumbres de ida y vuelta que hacían poco aconsejable recibir con dignidad a una mascota en la familia. Al comprender que Almudena no quería que nos quedásemos con el gato, nuestras hijas tuvieron la idea de bautizarlo. Mamá, se llama Negrín, y todo cambió de golpe, no de golpe de Estado, sino de golpe de nombre, porque en las palabras caben muchas cosas, y en aquel animal que ellas habían encontrado en la calle vivió de pronto la historia de España, la memoria que estaban acostumbradas a oír una y otra vez en la mesa de la cocina, en el sofá donde veíamos la televisión o en el coche que cruzaba las ciudades y la memoria de los paisajes. El nombre de Negrín hizo imposible un nuevo exilio, el gato se quedó con nosotros, se quedó para siempre, más allá de los años y la muerte, porque yo recuerdo todavía con mucha frecuencia la imagen de Almudena sentada delante del ordenador, en medio del argumento de una novela o de un artículo para el periódico, con Negrín sobre sus piernas. La memoria histórica de aquel gato con nombre de protagonista de la República Española forma parte de mi memoria más íntima. Ante un ordenador apagado o un sofá solitario, convivo con mis recuerdos y les digo que no, no pasarán.

Sentarse a escribir es sólo una parte del proceso de la escritura, porque en las palabras caben muchas cosas que tienen que ver con la vida, los recuerdos, las conversaciones, las ciudades, los ojos, los oídos, los labios y los zapatos. Se hace camino al andar y se escribe con todo lo que se ha quedado en nosotros a cada paso dentro de nosotros. Hay que sentarse, desde luego, y conviene respetar una disciplina de trabajo con sus horarios y sus días. Pero resulta imprescindible que el trabajo se mezcle de verdad con la vida y que el oficio sea una vocación. Cuando escribía sus novelas, Almudena intentaba meterse en la intimidad de sus personajes para vivir la historia por dentro, pasar de las fechas y de los grandes acontecimientos a la intimidad de un hombre o una mujer que se enamoraban, sentían ilusiones o miedos, compartían ideas, fracasos o esperanzas, en su corazón y en sus miradas. La escritura iba desde los acontecimientos colectivos a la intimidad de los seres humanos. Cuando escribía sus artículos para EL PAÍS, dominaba casi siempre la dirección contraria, se partía de un episodio personal, una escena particular, un acontecimiento íntimo, para trascender y llegar a situaciones que definían la vida colectiva, el aire de una sociedad y un tiempo.

La literatura y la historia son inseparables porque surgen de la vida que hace y deshace a los seres humanos. Almudena se formó en una época en la que estudiar o participar en la movida madrileña suponía afirmar la libertad ante las costumbres de la dictadura franquista que había sometido a España durante muchos años. Y la libertad no suponía sólo votar cada cuatro años. Se trataba de afirmar un modo diferente, más libre, de ser mujer, una manera distinta de vivir la sexualidad o de escribir sobre ella, un deseo de leer los libros prohibidos, de conocer las historias silenciadas, de compartir los pensamientos o de buscar en el quiosco los periódicos. El aire de libertad que supuso la aparición de EL PAÍS hizo posible un nuevo modo de contar las noticias, un deseo hecho realidad de que el periodismo fuese parte decisiva de la democracia, tanto a la hora de informar como a la hora de opinar. Años después, la escritora que había indagado con Las edades de Lulú en los caminos de una nueva educación sentimental o que había habitado la memoria de la clandestinidad y la lucha por la democracia en El corazón helado, se sintió orgullosa de heredar en el periódico la columna de Manuel Vázquez Montalbán para contar, desde sus propios ojos, desde su intimidad, todo aquello que le despertaba opiniones en el día a día de la realidad española. Formó parte de su literatura y de su vida la disciplina de ponerle palabras a la actualidad y de pensarse las cosas dos veces.

Una mujer sensata, dispuesta a pensar dos veces lo que supone la llegada a casa de un gato, pero leal a sus sentimientos y sus ideales, se hizo columnista. Escribir artículos de periódico es una forma de tomarse en serio la vida cotidiana. Vamos al mercado, llevamos al colegio a una hija, tomamos un café con unos amigos, salimos al cine, preparamos un viaje, leemos los periódicos y sentimos que merece la pena pararse a pensar, interpretar las cosas, dar una opinión. Escribir es convivir, encontrarle sentido a la necesidad de amar o criticar, de recordar o imaginar, de negar o proponer. La relación entre los escritores y la prensa es muy antigua y muy fértil, ha matizado en cada contexto histórico el sentido de la literatura y de la prensa. La memoria de Almudena está unida a libros como Malena es un nombre de tango o Inés y la alegría, pero también a sus colaboraciones semanales en el periódico. Los valores que había aprendido a heredar de la historia elegida se convertían en una parte activa de nuestra conversación sobre el presente.

Ahora se cumplen cuatro años de su muerte. Siento una emoción especial cuando personas desconocidas me saludan por la calle y me dicen que echan de menos a Almudena, sus novelas y sus artículos del periódico. Una colaboración es una cita que de pronto se interrumpe. Pero escribió el poeta Luis Rosales que la muerte no interrumpe nada. Así que doy las gracias, siento vivo el cariño, me digo que la memoria forma parte de la vida y recuerdo a Almudena sentada delante del ordenador, con Negrín sobre sus piernas.

*Este texto es el prólogo escrito por Luis García Montero en exclusiva para ‘Cuatro años sin Almudena Grandes: columnas memorables que vuelven del archivo de EL PAÍS’, una selección de columnas que recorren más de dos décadas de colaboración entre la escritora y el diario.

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