Últimas noticias de Formentera y viaje de vuelta con los piratas de Mac Orlan
El regreso de la isla en barco lo marca la lectura de la conmovedora ‘El ancla de la misericordia’ del escritor de aventuras francés


Me he despedido de Formentera desde el ferry no lanzando una botella al mar con un mensaje melancólico como el año pasado, lo que me granjeó quejas por contaminar los océanos (espero que no fuera por mi prosa), sino con una pequeña libación de licor de hierbas de la isla. Y eso que tras la lectura estas vacaciones de La isla misteriosa, de Julio Verne, podría argüir que los mensajes en botella han salvado vidas, como la del capitán Grant o la del asilvestrado contramaestre Ayrton. Pensé también en echar al agua mi flamante gorra nueva que lleva inscritos muy saladamente el nombre de Formentera y las coordenadas de la isla (38º42’N 1º27’E) e imitar así el gesto de los británicos cuando dejaban la India y lanzaban sus salacots. Pero recordé lo que me había costado la prenda en la tienda Dossae de Sant Francesc (gorra modelo Es Cap, 42 euros del ala, eso sí, ecofriendly), y me la volví a poner. En todo caso, los gestos propiciatorios no estaban de más dado que mi viaje coincidía con el 25º aniversario del hundimiento del submarino Kursk, que ya es fecha para hacerte a la mar. Habría estado más tranquilo si hubiera tenido un colgante hecho con pelos del bigote de un vell marí (la vieja foca extinta de las Baleares), el amuleto tradicional formentereño para no morir ahogado.
Después de tres semanas largas de estancia en la isla sin apenas noticias, estas empezaron a sucederse en cuanto me puse a hacer la maleta, un largo proceso que siempre me supone varios días, pues incluye recoger todos los libros y las mil fruslerías que no solo he llevado sino que he ido acumulando estas semanas de vacaciones, incluyendo variado material de naturalista como plumas, conchas, piedras y hasta una nueva cola de lirón careto (que el roedor desprende como mecanismo de defensa), sin olvidar un precioso dibujo del Pelayo por Luke L. Carter, el autor de Bar, un recorrido por los más auténticos bares y chiringuitos de Formentera, y todos los números (7) de ADN, la revista de cómic de la isla adquirida en la librería Tur Ferrer (inolvidable la portada de Jordi Soldevila de la turista desembarcando en Formentera con su maleta de ruedas y empuñando una katana a lo Kill Bill).

El momento más emocionante de la partida es cuando de madrugada tengo cargado hasta el techo el viejo jeep Suzuki Santana que me llevo cada verano, le doy al contacto y, a causa del relente nocturno no se enciende, lo que me pone en peligro de perder los dos barcos consecutivos que me esperan (Formentera-Ibiza e Ibiza-Barcelona), un trance si se piensa que hasta he pagado por adelantado el billete del gato. En esta ocasión he conjurado la amenaza cubriendo el motor con una manta y poniendo otra sobre el capó como si mi Suzuki de cuatro décadas fuera un vehículo de las patrullas del desierto del SAS de la Segunda Guerra Mundial —de hecho me han cobrado la tasa de circulación en Formentera, abultadísima, como si condujera el mismísimo jeep artillado de David Stirling—. En fin, he arrancado a la primera. La verdad, este año podría haber tenido un plan B puesto que buceando frente al Pelayo el día antes de marcharme encontré no una morena, ni una barracuda, ni una sirena, ni al legendario roncador o pez mariposa (Dactylopterus volitan, un escorpénido) que ha visto precisamente mi hija Berta, que está de racha, sino ¡las llaves de un coche!, un Fiat de alquiler. Se hace raro salir del agua con las gafas de buceo en una mano y las llaves de un coche en la otra: parecía James Bond.

Decía que se han producido muchas noticias en los últimos días. Han llegado más pateras, acrecentando la crisis humanitaria que tanto contrasta con el ambiente hedonista que rige la isla en verano. Se ha hundido a causa de un incendio un barco (el yate Da Vinci, de 28 metros de eslora, cerca de Es Vedrà, en Ibiza) y la enorme columna de humo negro se veía desde la pasarela de Migjorn delante del Vogamari como si se hubiera desatado un Pearl Harbour en el horizonte, otra vez. Un perro de la policía de Formentera adiestrada para pillar drogas (una hembra llamada Summer) y prestada a la policía de Ibiza (como si no tuviera trabajo en Formentera) descubrió un importante alijo de pastillas y marihuana en Sant Josep (y no, no era un Jack Russell terrier). A Katy Perry le han caído finalmente 6.001 euros de multa por grabar el pasado verano un videoclip en el espacio protegido de s’Espalmador (es verdad que con esa cantidad no vives mucho tiempo aquí si vas a según qué restaurantes). En el orden de lo sobrenatural, el posible espectro observado recientemente en casa de las Sílvias (S. Figarola y S. Komet), Ca na Cristos, en la Mola, sería la propia sa iaia Cristos, la abuela Cristos, la propietaria original, conocida así por ser de constitución muy magra que recordaba la figura del crucificado (aportación propia basada en la indispensable La toponímia de Formentera, de Vicent Ferrer i Mayans y Enric Ribes i Marí, Societat d’Onomàstica, 2023).

En todo caso, la noticia que ha sacudido la isla acunada en el verano ha sido la del cierre decretado por el Consell de Formentera del restaurante Cala Duo (ex Sa Sequi) por funcionar como discoteca sin tener permiso para ello. El local, que difícilmente pisarían Tony des cans o el capitán Nemo, rebasaba de largo el aforo —establecido en 50 personas pero que sobrepasaba en sus momentos álgidos el millar—, tenía instalado mobiliario en espacios de uso público que había hecho suyo e incumplía normas de seguridad. Se les ha obligado a retirar toldos y parasoles de la zona costera, que habían colonizado, y se ha precintado el equipo de música, de una potencia tal, parece, que algunos pensaban que se había vuelto a abrir la base de hidroaviones del vecino Estany Pudent. El Duo, que pese a estar en espacio protegido del Parque Natural de ses Salines seguía la tradición fiestera de alto standing y multitudinaria de sitios como el Beso original y se había convertido en uno de los puntos más must de la isla, ya fue este verano objeto de polémica por los vídeos en las redes sociales de clientes torrefactos coreando insultos al presidente del Gobierno Pedro Sánchez. Por su parte, Cala Duo, que ha podido reabrir ceñido a su formato autorizado, ha considerado la decisión del Consell “desproporcionada” y “falta de motivación jurídica”, mientras que algunos usuarios frustrados consideran que se ha penalizado al establecimiento solo por “estresar a las algas”. En medios de la isla se recordaba que estos días han pasado por el local, que recauda propinas dignas del califato omeya, futbolistas del Real Madrid y el luchador Ilia Topuria, lo que hace recomendable no ponerte muy chulo si discutes con un desconocido en la playa porque ha puesto la sombrilla muy cerca.
Pero lo que nos ha golpeado a los amantes de la Formentera bucanera, “la Formentera que resiste”, como la bautizó alguien, es la noticia de que va a cerrar Ses Roques, el equivalente en la isla en fama al night club vampírico Titty Twister (La Teta Enroscada) de Abierto hasta el amanecer, el filme de culto de Robert Rodriguez y Quentin Tarantino. El local a la entrada de Sant Ferran, identificable por la furgoneta hippy escacharrada en el aparcamiento y el aspecto de que dentro te espera Salma Hayek como Satántico Pandemonium y debajo hay un ignoto templo azteca, resulta lo más distinto a Cala Duo que quepa imaginar. Es un maravilloso antro con un destartalado jardín “mágico” en el que puedes cenar, un espacio para actuaciones en exterior, una barra llena de complicidades y una sala interior que hace de discoteca y también de escenario (sin olvidar un porche anexo con billar, futbolín y una inesperada biblioteca).

El alma de Ses Roques es su dueño, Piero Ameli, músico y promotor cultural italiano llegado a Formentera en 1989 atraído por la vieja relación de la isla con el rock progresivo y su propio amor por King Crimson y Pink Floyd (hace una versión impagable de Wish you were here, convertida en un verdadero himno del local). Ameli tiene una vida que es una caja de sorpresas. Nacido en Alejandría, así que ¡será por faros, Piero!, es coautor de Amante bandido, la canción de Miguel Bosé. Lleva ocho años dando oportunidades en Ses Roques a los músicos de la isla y a los que pasan por ella —consolidados y talentos nuevos, Anna Torre, Juanlu, Buty, Gatas voladoras— y despliega cada temporada una programación ecléctica hasta la locura. La estancia en Formentera no está completa si no escuchas en su terraza la velada Pink Floyd que él mismo se marca ante el micro con su voz rota y su guitarra y durante la que parece que se materialicen los viejos espíritus que otrora poblaron estos parajes.
Pues bien, es decir, mal: Piero ha anunciado que Ses Roques cambia de manos (en la actual Formentera esas cosas raramente van a mejor), aunque ha dejado abierta la puerta a continuar su actividad en otro local. En todo caso, este verano se recordará, si no se produce un milagro, como el del final de dos lugares tan emblemáticos de esa cierta otra Formentera como son Ses Roques y el Pelayo. Precisamente al Pelayo acudí paseando con pies pesarosos la noche de mi partida, cargado ya el coche y amarrada al parachoques la bici, para despedirme. Estaba cerrado y me marché con la imagen fantasmagórica del querido chiringuito con las luces bajas y la luna bañando los tejados de palmas y rielando en el mar como un melancólico adiós de plata.

Y al día siguiente a mediodía ya estaba a bordo del Sealand, de Transmed-GNV , rumbo a Barcelona, con el Suzuki en la bodega y Charly instalado a todo plan en el camarote, mirando nostálgicamente en cubierta un mar planísimo y azul, salpicado de peces voladores y punteado por los círculos marrones de algunas medusas; aunque es sabido que no hay que mirar fijamente como discurre el agua, pues eso molesta a los muertos. Llevaba conmigo mi baqueteado ejemplar de Lord Jim —“era uno de aquellos días en los que los recuerdos se amontonan en nuestra mente, las memorias de otras playas, de otros rostros”—. Pero la lectura que reservaba especialmente para la vuelta era El ancla de la misericordia, de Pierre Mac Orlan (Alianza, 2025), el gran escritor de literatura de aventuras, autor de El muelle de las brumas o El canto de la tripulación, y que comparte curiosamente algunos rasgos con Piero Ameli como haber sido compositor de canciones (por no hablar del aspecto de corsario patafísico con badana pirata de Piero y que una de las abuelas del italiano errante era francesa). Hacía tiempo que quería leer esta obra de Mac Orlan (1882-1970) que tanto ha recomendado Fernando Savater, nuestro Nemo y nuestro Long John Silver particular. Y lo he hecho en la cubierta del Sealand compulsivamente. Es cierto, como señalaba Fernando, que la novela, de 1946, debe mucho a La isla del tesoro de Stevenson, con un muchacho de 16 años del Brest de 1777 obsesionado con las aventuras marítimas (“estaba embriagado por el vino de la aventura que huele a pólvora, a yodo y a flores desconocidas”), Yves-Marie Morgat, Petit Morgat, envuelto en una turbia historia de amistad y piratería en la que la sidra y las crepes sustituyen al ron y las manzanas. Yo añadiría modestamente la influencia de Grandes esperanzas, de Dickens, con ese preso que condiciona el destino del chico, Jean de la Sorgue.

Por extraño que parezca, la mayor parte de la historia, en primera persona, transcurre en tierra (el protagonista solo hace una navegación hasta Ouessant en un pesquero hacia el final de la aventura, cuando se topa con un confuso combate naval). El título responde al nombre del local de pertrechos náuticos del padre de Petit Morgat (tienda que hace el papel de la posada Almirante Benbow), y metafóricamente al último agarre moral de un hombre malvado. Pese a su desarrollo terrestre, el libro está lleno de aroma de mar, desde la presencia en el puerto de la hermosa goleta Rosa de Savannah —con la talla de una chica negra con los senos desnudos como mascarón de proa— y su oscura promesa de aventuras, a la amenaza continua del peligroso pirata omnipresente pero invisible Nicolas Trupet alias Petit-Radet, pasando por el catalejo que compra el misterioso y taciturno cirujano naval interesado en las ciencias naturales (¿tomó de aquí inspiración Patrick O’Brian para Stephen Maturin?) Jérôme Burns, que entablará una preciosa amistad con el protagonista y su rousseauniano padre y hará volar la imaginación del chico (y la mía en el Sealand) con sus evocaciones: “He navegado por todas las aguas que pueden llevar una fragata. He visto ciudades maravillosas, más brillantes y mejor pintadas que los tapices de Shiraz. He visto chorrear las perlas en cascada y he bebido té en tazas más suaves y más transparentes que pétalos de rosa”.

No obstante, Burns es elusivo y melancólico, como si viviera a la sombra de un cadalso: “Y sin embargo de todo eso no me queda en la memoria más que un amargor que a menudo me perturba el sueño”. Y asevera que la aventura solo es bella en los libros, “un peligroso espejismo”, una ensoñación, y que lo importante es vivir con coraje y dignidad, ganándote la estima de todos los que se te acerquen. “He buscado la aventura en todos los mares del mundo, y nunca la he encontrado bella y pura como la imaginaba, nunca se alcanza”, leía yo como si Mac Orlan me musitara al oído con el telón de fondo de la megafonía del Sealand que anunciaba que el self service del ferry permanecía abierto. “Se pasa lo mejor de la propia vida intentando alcanzar un fantasma poético. Y luego llega la edad y uno se siente morir poco a poco, ignorando todo lo que debe constituir la verdadera alegría de vivir… un hogar, un afecto”.
Y en estas, a través del ancho mar, llegamos a puerto.
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