Miguel Ángel Nieto, una vida en defensa de la palabra
El periodista y documentalista, fallecido a los 64 años, coescribió un espectacular libro sobre Mario Conde y obtuvo muchos premios con sus películas

Muy a su pesar Miguel Ángel Nieto ―fallecido a los 64 años, periodista genial; de raza― se ha convertido con su muerte y los últimos años en alegoría de un tiempo y una profesión. Con ojos de águila ―verdes y canela, que veían todo―, y la mente preclara de pocos logró combinar investigación y arte; componer artilugios periodísticos de conciencia.
Nació en una familia tan humilde que su madre ―sola― se rompió el lomo para sacar adelante a sus hijos en un barrio del Madrid más deprimido. A los 14 años él trabajaba de botones en una filial de American Express y tuvo la gran suerte de aterrizar en la universidad cuando la confianza en el poder de la prensa ―de la palabra― era el gran pilar de la joven democracia. Amigo ―íntimo― de Eduardo Galeano, formó parte de un exquisito grupo de incipientes periodistas que pudo y supo ejercer el arte de contar mientras se apoyaban entre si y crecían. Junto a él ―siempre― Rosa Tristán, Fran Sevilla, Sofía Menendez, Alicia Luna. Después Pepe Ayala, David Corral, Monserrat Dominguez, madre de su hija, Galiacho. Ignacio Escolar, por ejemplo, creció frente a su mirada, entre otros y otras más; entre muchísimos narradores, periodistas, artistas, cineastas… Su historia es también la del poder de un valiente.
Muy joven aún, pero sediento y confiado en el poder de su voz en 1983 se fue a Nicaragua con su amigo Fran Sevilla, que en ese tiempo se convirtió en su hermano, y se adoraban. Juntos hacían fotos, escribían; juntos dijeron sí a una profesión que para Miguel se iba a convertir en pasión, pero también en látigo; en el lugar donde su genialidad estaba destinada a atravesar la noche más oscura y buscar bastones para habitarla que a cambio lo podían devorar. Aún él no lo sabía. Cerca de Fran llegaron otras guerras en América Latina, en el corazón de Europa, en Oriente Próximo que Miguel contó y en las que aprendió que su don tenía la capacidad de conmover y formar; que el periodismo es un arte. “Lo más importante es la tensión”, me dijo al enseñarme a componer un reportaje de investigación.
Pero Miguel tuvo que experimentar el dolor de parto frustrado al ver nacer y ver morir diarios como El Sol, semanarios como El Globo, la versión española de Paris Match... Él siguió adelante. Los valientes siguen, con un toque de genialidad abre ventanas si no hay puertas. Investigó a Mario Conde junto con la periodista Encarna Pérez, y escribió Los cómplices de Mario Conde, un libro espectacular, que encrespa y crea adicción. Frente a él tenía uno de los hombres más poderosos del país, y él ayudó a defenestrarlo. Escribió sobre los negocios del rey Juan Carlos cuando nadie lo hacía. Escribió Juguetes Rotos. A veces puso su pluma al servicio de otros.
Cuando se tapa la ventana el genio valiente abre una claraboya en el tejado. Miguel escribió y rodó El último sefardí, Sueño latino, Bienvenidos al Paraíso, Hijos del cante, Las cortinas del humo… Algunas de sus películas ganaron tantos premios que, de querer, pudo dar la vuelta al mundo a base de festivales varias veces. Pero conocía la entrada a la noche oscura que siempre rondaba. Aún así se calzó las botas y se puso la mochila para cubrir las revueltas en Kiev, rodó en Albania. Y siguió muchas veces sin ningún medio que respaldara su viaje. Creó la revista de pensamiento La Pluma, pero estaba agotado.
El periodismo se precarizó hasta hacer insostenible la vida para muchos freelance. “Es difícil soportar la cuerda floja”, explicaba una de sus viejas compañeras de universidad. “Los genios tienen oscuridad; son contradictorios”, añadía alguien más en el último adiós.
Miguel, ave fénix, buscó el bastón de la palabra, enfocar su último aliento en lo esencial. En los últimos años usó su genialidad para llevar la conciencia a las escuelas. “En Formentera impartía talleres para enseñar a usar los móviles de forma constructiva y crítica”, explica su gran amiga Sofía Menéndez.
Hace unos meses me escribió: “Estoy montando un cortometraje de 12 minutos. Llevo en pijama desde las siete de la mañana”. Vivía solo ya, lejos de todo, pero intentaba encontrar una nueva ventana y restaurar sus fuerzas. Esta vez deseaba hacer una serie documental sobre poetas poco conocidos y geniales, pero no encontró financiación ni forma de hacerlo. El cáncer avanzaba, su cuerpo se hinchó, caminaba sobre un bastón y uno de esos ojos verde y marrón ―de águila― miraba hacia otro lado. “Me cuesta pensar”, dijo.
Miguel sabía que ya no tenía tiempo, pero también sabía que ya no importaba casi nada. Él amaba, por encima de todo, a sus cuatro hijos, a su gran amiga, a sus amigos de siempre y a los que ya no estaban. Sonreía al hablar de su nieto. “Me voy a dormir”, dijo, y durmió tan en paz que no despertó más. Ese mismo día las bombas ponían al mundo frente a la pesadilla de la peor guerra, la noche oscura amenazó con abrazar todo el planeta.
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