La poeta Anne Carson llena de dudas el cuadro más vacío de Goya
La premio Princesa de Asturias de las Letras de 2020 centra en la naturaleza animal del misterioso ‘Perro semihundido’ goyesco una conferencia magistral en El Prado


La duda permea el cuadro Perro semihundido, si es que se lo puede llamar siquiera así. No se sabe bien su fecha de producción (seguro que entre 1820 y 1823, año en que un Goya ya mayor dejó su casa, la Quinta del Sordo, sobre una de cuyas paredes lo había pintado directamente). No tenía título o no trascendió: alguien lo llamó en su día Perro ahogándose, pero eso no es sino “un invento de alguien que quería darle al perro una narrativa trágica”, ha sentenciado la poeta Anne Carson (Toronto, 73 años) este jueves en una conferencia sobre esa pintura en El Prado.
Para colmo de dudas, en las fotografías previas a que se hiciera el strappo —la técnica con la que se transfirió la superficie pictórica del mural de la Quinta y llevarla al lienzo que hoy cuelga en El Prado— parecen apreciarse dos pájaros en la lejanía, de los que ahora no hay rastro. Al contrario, la mayor parte de la composición, su característico fondo amarillo y ocre en el que muchos han visto un preludio del arte contemporáneo, es un vacío informe.
¿No serían aquellos supuestos pájaros grietas de la pared, que la indefinida foto del XIX no diera para apreciar mejor? Tampoco se sabe, ha ilustrado la autora de voz débil pero firme, vestida con un traje de chaqueta negro y una vibrante corbata roja. Lo poco atado a la certeza es que el aragonés tapó con su perro escenas más alegres que las sombrías Pinturas Negras en las que la del can solitario se encuadra. Casi todo lo demás —así lo ha expuesto ante un auditorio a rebosar la autora de La belleza del marido— es terreno abonado a la duda. Y Duda ha bautizado a secas su disertación, dentro del ciclo anual de conferencias José Pedro Pérez-Llorca.
La también premio Princesa de Asturias de las Letras en 2020 ha apelado a ver a ese perro, y al resto de animales que han poblado una conferencia de estructura caprichosa —una ardilla listada que la mira en su porche de Canadá mientras roe arándanos, una garrapata que murió de inanición… después de 18 años sin chupar una gota de sangre— con una mirada especial que Rilke llamaba einsehen, intensa, abarcadora y comprensiva. Mejor, que la defina el poeta checo y austriaco, citado por Carson: “Déjate llevar precisamente al centro del perro, el punto desde el que empieza a ser perro, el lugar donde Dios (...) se habría sentado un momento tras acabarlo para estudiarlo y decir que era bueno”.
Lo difícil es saber dónde esta ese centro, “un lugar para la duda”, para lo que la canadiense ha descrito un camino bien sinuoso y sin garantías de hallazgo. Un sendero con postas en el mencionado Rilke, en Safo y sus poemas de forma anular —a la poeta griega dedicó Carson su tesis doctoral y traducciones— o en un biólogo y pensador estonio, Jacob von Uexküll, que distinguió el universo perceptivo de los humanos del de los animales. Los primeros vivimos en él dando sentido a las cosas, abiertos al resto del mundo, a la trascendencia. Los segundos no conciben las cosas que los rodean como entes separados.
Y, en estas, cuando podría parecer que la poeta se iba a elevar a unas alturas intelectuales insondables, ha llegado la mención truculenta a una antropóloga, Nastassja Martin, a quien un oso le arrancó de cuajo un trozo de mandíbula tras topárselo de improviso en un glaciar de Siberia.
A través de su ensortijado discurso mientras fuera arreciaba una lluvia de récord en Madrid, la profesora de Clásicas de la Universidad de Míchigan ha enfatizado que aquel acto del oso no fue sino un acto de sintonía (attunement en inglés) del animal con su entorno, igual en ese aspecto que el de la ardilla que la miraba embobada mientras roía un arándano. Asegura Carson que la antropóloga desfigurada no usa nunca la palabra ‘ataque’ para describir el encontronazo que le desfiguró el rostro, sino “beso del oso”; una experiencia coherente, ajena a dramatismos desde el punto de vista del animal.
Aplicando el ejemplo del oso al perro goyesco que alza el hocico, ¿y si, en lugar de que se lo vea como una metáfora antropizada de la búsqueda, la angustia o la soledad, el chucho “simplemente está atento”? “Lo han pillado en ese momento de duda que domina un día perruno, el momento de advertir qué es lo que sale por el horizonte”, ha precisado Anne Carson. Mirándolo bien —como ha pedido hacer—, no parece “agobiado ni desesperado”.
Que en lugar de ese fondo unánime del Goya, hijo de dorador —ese pan de oro sucio, atmosférico y profano, ese vacío según el canon estético de su época que décadas después habría sido en sí un cuadro autónomo—, hubiera en origen los dos supuestos pájaros, asegura Carson que “la decepcionó”. “Me habría gustado que la pintura me diera una imagen de mi propio yo perdido y posmoderno”, ha lamentado; “querría que el perro pasara por una experiencia profunda, grave y extraña de la ausencia de bordes de Anaximandro”. Porque la sustancia de las cosas, ha recordado Carson, es aquella que, como la austera escena de Goya, no tiene bordes. Lo ha recordado ella y lo dijo hace 26 siglos el filósofo de Mileto.
Si es así, de incitador a yos posmodernos, quizá el cuadro no tenga nada y sea más terrenal: “Goya pintó a una criatura que miraba hacia arriba, quizá hambriento, a lo que podía ser su cena”. Ni siquiera puede decirse que estuviera ahogándose, como atribuía Un perro luchando contra la corriente, otro de los antiguos títulos que tuvo la composición, porque, como ha apuntado certera Carson, en la pintura no se muestra agua.
Puede que Goya, por más que acusara melancolía o el horror que dejaron tras de sí las tropas napoleónicas en España, repintase el perro sobre la pintura más bucólica anterior porque estaba “aburrido”, por estar “desencantado con su función en el mundo del arte” o por no querer gastar “más dinero en lienzos”, ha bromeado serenamente Carson, “que se gana la vida enseñando griego”, como gustaba de resumir su vida en la solapa de algún libro suyo. La intención del de Fuendetodos quizá nunca tampoco escape del terreno de la duda.
Por lo pronto, la cartela que luce junto al cuadro en la tétrica sala 67 del Prado, y que en comparación con estas disquisiciones de la poeta suena grandilocuente, reza así: “Se ha relacionado esta pintura con la idea de la fatalidad de la muerte”. Para ser justos, el cartelito también afirma que el can del que solo asoma una cabeza es la “más misteriosa” de las Pinturas Negras.
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