El factor Michelstaedter
El ensayista triestino fue partidario del “instante-eternidad” y de descalificar al pasado y al futuro, y vivir el momento con toda la intensidad posible


Al mediodía, con el fondo trágico de la invasión de Ucrania, me cruzo por dos veces en tan solo diez minutos con el mundo de Carlo Michelstaedter (1887–1910), triestino de Gorizia. Por un lado, Joan de Sagarra me pasa Alphabet triestin, de Samuel Brussell, recién publicado en Ginebra. Y, poco después, en un bar leyendo los agudos aforismos de Caminos de intemperie, de Ramón Andrés, encuentro uno de Michelstaedter: “Cada uno gira en torno a su eje, que no es suyo”.
Como las coincidencias no son siempre una casualidad, quiero ver una señal que me conecta con la Europa de cuatro años antes de la Primera Guerra Mundial. En ella, un estudiante de filosofía de 23 años llamado Carlo Michelstaedter envió por correo a la universidad de Florencia la tesis de licenciatura a la que acababa de poner punto final y, minutos después, tomaba una pistola y se suicidaba. Partidario del “instante-eternidad” y de descalificar al pasado y al futuro, y vivir, en cambio, el momento con toda la intensidad posible, está claro que percibió con lucidez el desastre que se aproximaba. No por nada, en los siguientes años, su tesis, La persuasión y la retórica, habría de convertirse en uno de los tratados filosóficos más importantes y enigmáticos del pensamiento italiano del pasado siglo.
Ucrania en la televisión del bar. Y yo sigo en sintonía con la retórica del joven ensayista triestino y dando vueltas al carácter ficticio de nuestra existencia, al que parece aludir un aforismo de Ramón Andrés: “A mis descendientes: contad que he estado aquí, pero que no he existido”. En los descendientes veo el futuro, que ya de muy temprano nos dicen que es imprescindible. Pero en esto siempre hubo disidentes. Si a principios del pasado siglo, a cuatro pasos de la guerra, el nihilismo asumía el rostro del futuro, para el disidente Michelstaedter el futuro, del que con tanta angustia hablaba, representaba, en cambio, la temporalidad elevada al cuadrado, la inexistencia de la vida que no existe jamás, y que solamente espera existir, consumiéndose en una espera jamás satisfecha y siempre diferida.
Si el nihilismo admitía el paso del ser a la nada y viceversa, la hipérbole del futuro, nos decía Michelstaedter, aumentaba la destrucción de las cosas, aceleraba su entrega a la nada. A veces pienso que con su teoría —tan intensamente presente también en La melodía del joven divino— podría sentirse seducido cualquier joven de hoy que aspirara a una cierta altura de miras, y más ahora que para el futuro contamos con el eterno retorno de las guerras globales. Ese joven, al que le interesaría la intensidad de una eternidad agolpada en cada uno de nuestros instantes, estaría diciéndonos que tanto la movilización general (ese toque de diana que lleva a todos a combatir) como el estúpido engranaje de incesantes actividades que busca ocultar la nada de la existencia, solo tratan de alejar a nuestra conciencia del núcleo central del drama humano, del drama que en realidad es la melodía de fondo de Michelstaedter: la miseria elemental de la vida.
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