Aute, volando
“Cuando acabó el viaje recogió su hatillo, un par de cosas, y salió, casi descalzo, al enorme ruido del aeropuerto”

Habría dormitado alguna vez, quizá, en aquel avión vacío. Estaba lleno, pero si lo mirabas a él, sentado, solo, parecía que para él solo volaba aquel avión a América. Él miraba a lo lejos, como si al final hubiera una playa vacía, o un muelle, un lugar en el que había estado y al que él iba a volver a recoger imágenes que se habían quedado en la superficie arenosa de la infancia.
Cuando acabó el viaje recogió su hatillo, un par de cosas, y salió, casi descalzo, al enorme ruido del aeropuerto. Pero de nuevo en este instante en que su cuerpo esbelto y distraído se encontraba con la realidad de las cosas, parecía que Aute volvía a volar, ligero como los versos de sus canciones o como el lápiz en cuyo interior se iban haciendo los dibujos con los que le puso adjetivos a sus sueños.
Su destino era entonces cualquier país latinoamericano, México o Nicaragua o Colombia, y lo hacía como descalzo de pies, unas sandalias, su ropa ligera como desnudándose, sus manos largas y de humo hasta el cigarro. La piel en ese entonces ya era la piel de después, de la vida en consonancia con la era adulta que fue herida por el mal que lo dejó quieto. Y se fue haciendo ese rostro de rayas perfectas, como dibujadas por él mismo, esa cara que luego fue autorretrato y fe de vida, hasta este momento.
Se fue autorretratando siempre, añadiéndose líneas a ese dibujo infinito. Pero un día, cuando decidió incluir su infancia en el relato de lo que había sido, de la relación que había tenido con el pasado de todos sus antepasados, se volvió a dibujar de niño. El padre atrás, diciéndole. Ahí está, a lápiz, subido a un muro que lo hace estar atento a un mar infinito, como aquel al que miraba, de viaje, volando, ya adulto y vestido por dentro con una experiencia que jamás dejó de tener relación con esa manera suya de estar atento a lo que le decían al oído (a su buen oído) los primeros años.
Poco antes de que le viniera a saludar la desgracia que durante años lo quitó de nosotros lo vi en su casa, con su mujer tan querida, con su querido amigo Teddy, y me hizo pasar a su estudio donde estaba la vida entera, sus dibujos, el niño que lo hizo dibujar y vivir hasta el último instante, y que era él mismo diciéndose que no dejó de ser nunca otro que aquel niño que miraba. En el avión también lo era, e iba descalzo, como volando a su lado.
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