Retrato de un periodista
La mitología de Luis Calvo se fraguó durante la Segunda Guerra Mundial en Londres Llegó a Madrid desde El Barco de Ávila, empezó como traductor y crítico y acabó de director


Fue aquel Madrid de principios del siglo pasado, de tranvías tirados por mulas, de diputados golfos, de bombas anarquistas, de ortopedias y suspensorios exhibidos en escaparates galdosianos en el que sumergió el niño Luis Calvo cuando bajó desde El Barco de Ávila a estudiar el bachillerato en los escolapios. Después ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras e hizo la carrera con brillantez, deslumbrado por los ojos claros de Julián Besteiro que explicaba la asignatura de Lógica. Luis Calvo admiraba entonces la prosa de Gabriel Miró y, aunque su deseo secreto era convertirse en catedrático, el acoso perdulario de su vida de putería lo llevó a los cafés literarios de la Puerta del Sol y de la calle de Alcalá que eran grandes peceras humeantes llenas de personajes históricos y famélicos con las solapas llenas de caspa. Allí vio por primera vez a Ramón del Valle-Inclán con la barba negra hasta la bragueta. Dice Luis Calvo:
—El otro día me llamó su hijo Carlos del Valle-Inclán y me dijo: oye, que el Rey me ha hecho marqués de Bradomín. Es maravilloso convertir en título nobiliario a un personaje literario. Esta es otra monarquía, no cabe duda. Ahora este Juan Carlos se reúne con los intelectuales, les saluda y les dice: leo lo que escribes y me gusta mucho. Ahora no hay Corte. La otra monarquía estaba llena de caballeros de la llave en el culo. En aquella Corte no se tenía ni idea de quién era Ortega y Gasset. Un día, Ignacio Luca de Tena le dijo a Alfonso XIII: “Su majestad está muy distanciado de los intelectuales, debería conocer alguno, un servidor le puede presentar uno muy importante que se llama Ramón Pérez de Ayala”. Y Alfonso XIII le contestó: “Está bien, dile que venga un día por la puerta del Moro y así no se enterará nadie”. Pérez de Ayala se negó diciendo: “Ya es tarde”.
Lo que torció el rumbo de Luis Calvo fue que un día de 1917 se presentó en el Café Universal, de la Puerta del Sol, Jean De Gandt, encargado de la United Press en España, miró por encima del hombro aquella caterva de escritores, poetas, pasantes de bufete, habilitados de Correos, llenos de lamparones, todos sentados frente a la zarzaparrilla, y preguntó si había alguien allí que supiera idiomas. Luis Calvo levantó la mano. Así consiguió su primer trabajo como periodista. Traductor de telegramas. Fue enviado a La Vanguardia de Barcelona, que dirigía Gaziel. En el año 1926, Luca de Tena lo llamó al Abc para que hiciera crítica teatral en sustitución de Luis Gabaldón. Los primeros duros comenzaron a sonar en los bolsillos del héroe.
Habría que imaginar lo que sería. Luis Calvo en los tiempos dorados de la República, cuando el embajador Pérez de Ayala se lo llevó a Londres y convertido allí en distinguido sportman de pantalón bombacho, calcetines de rombos y gafas de aviador en los altos del cráneo, feliz, nervioso, inteligente y tarambana conducía el Rover a 180 kilómetros por hora entre praderas inglesas.
—Una tarde llevaba de paseo en mi descapotable a la cantante Argentinita por las afueras de Londres y me decía: “Eso de los hombres ya ha terminado para mí, porque cuando veo alguno, por muy guapo y joven que sea, siempre me acuerdo del sudor de la calva de mi amante el torero Ignacio Sánchez Mejías, aquella vez que estaba acatarrado en la cama, y se me quitan las ganas”.
La mitología del periodista Luis Calvo se fraguó precisamente en Londres durante la Segunda Guerra Mundial, en un lance de espionaje donde la aventura se mezcló con una morbosa condición literaria y el interés de la noticia bordeaba siempre el filo de la navaja.
—Total, que en 1942 estaba yo en Londres de corresponsal de Abc y de La Nación de Buenos Aires, y llegó un sapo, una cucaracha aldeana de parte del ministro de Asuntos Exteriores Serrano Suñer con el encargo de que debía volver a Madrid para hacerme cargo de un servicio secreto. El hijo del general Kindelán, agregado de la Embajada española en Londres, me dijo que no podía negarme. Fui a Madrid. Me entrevisté con dos alemanes en un piso de la calle de Caracas y estos me dieron unos polvos blancos para fabricar una tinta invisible con la que tenía que mandar cierta clase de información. Pero yo esa misma noche tiré esos polvos en un retrete del hotel Ritz, donde me hospedaba. Al regresar a Inglaterra, apenas había puesto el pie en Londres, me trincó el servicio de contraespionaje inglés. Estaba enterado de todo. Me sacaron los forros del traje buscando los polvos y al no encontrarlos me llevaron a un cuartel de Chelsea y en el borde de un periódico mandé una nota al primer secretario de nuestra Embajada, donde le decía que los ingleses desconfiaban de todo el personal, hasta del mismo embajador, el duque de Alba. También esta vez interceptaron la nota. Y entonces ya me llevaron a un campo de concentración en West Ham. Iban a fusilarme y en una sola noche todo mi pelo se me puso blanco. Me salvó el duque de Alba. En la cárcel estuve de bibliotecario y además tenía acceso a la cocina y les daba pasteles. Al final de la guerra me liberaron.
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