Coleccionismo virtual
Los nuevos compradores de arte se refugian en plataformas digitales para rastrear talentos y comparar precios


Una nueva generación se alzará y otra desaparecerá. El sentido bíblico y trágico de la existencia impacta en el mercado del arte en España. Porque acude una nueva hornada de coleccionistas. Llegan impulsados por la juventud, la tecnología y un planeta que cabe en el teléfono móvil. La esencia de la transformación habita en la desmaterialización del arte. “La traslación entre el mundo físico y el virtual será tan fluida que apenas habrá diferencias entre uno y otro en los próximos años”, vaticina Stefan Simchowitz, marchante afincado en Los Ángeles. Ese futuro los rodea. “La mitad de las pinturas que tengo no las he visto físicamente hasta que no llegaron a casa. Es un cambio absoluto frente a la generación anterior”, admite César Jiménez. Este empresario de 44 años y su esposa, Lola Martínez, dibujan con detalle estas nuevas geografías personales del arte. Viajan, estudian al milímetro las compras, conocen los precios de remate en subasta, juegan con las diferencias del tipo de cambio y plantean su estrategia. “Solo adquirimos piezas de creadores que tienen un mercado secundario suficientemente líquido. No compramos como inversión, pero queremos dejar un patrimonio a nuestras hijas”, narra César Jiménez.
Hay una revolución en marcha. El espacio y las distancias se comprimen a la vez que crece exponencialmente la información que se maneja. Esa certeza ceba el cambio. “Hace solo cinco años casi nadie te pedía un pdf con la información de las piezas que ibas a llevar a una feria, ahora es habitual”, observa Silvia Dauder, responsable de la galería barcelonesa ProjecteSD. Se fractura la barrera física del arte. “Compro a través de formatos digitales. Me ‘fío’ de ellos. Es cierto que no reemplazan la experiencia de contemplar la pieza, pero resulta muy emocionante ver cómo un pdf se convierte en obra y encaja con tu mirada”, reflexiona Guillermo Penso, 35 años, coleccionista y director de la Fundación Otazu.
Hacia ese lugar inasible se dirige esta nueva generación. Carlos Pérez (42 años) lleva más de una década con ese “veneno en la sangre”. En este tiempo ha construido una colección extensa y ha lanzado varias start-ups de tecnología móvil. Se maneja bien en la encrucijada de ambos mundos. “No necesito ver la obra en persona para adquirirla”, comenta. “Sin embargo, solo compro ‘a distancia’ piezas de artistas que ya conozco”. Esa desconfianza también nada a la otra orilla. “Hay galerías que no te venden si no te conocen y tienes que darles referencias de otros galeristas, explicarles tu colección y sobre todo convencerlos de que no eres un especulador”. De hecho, Stefan Simchowitz, transgresor como es, calificaba de “idiotas” en un post en Facebook (más tarde suprimió el calificativo) a esas galerías que siempre que preguntas por sus obras están “reservadas para los museos”.
“Si una persona busca y sabe comprar, tendrá una buena colección, pero las prisas son malas, e Instagram, un picoteo”, dice Silvia Dauder
Frente a esos callejones, estos nuevos coleccionistas han hallado refugio en plataformas digitales (Art Tactics, Mutual Art, Artfacts, Artnet, ArtRank). Portales donde buscar obra, comparar precios o descubrir artistas. Una revolución en sus manos. “Tienen el poder de elegir y cotejar la información al instante”, afirma el marchante Pedro Maisterra. “Por eso son exigentes y no se casan con ninguna galería”. Pero donde unos ven libertad, otros atisban negocio. Ninguno tanto como Artsy. La web enlaza piezas, compradores y unas 2.000 galerías que pagan —según The New York Times— entre 400 y 1.000 dólares (entre 320 y 800 euros) al mes por mostrar sus obras. Suena a éxito. La última ronda de financiación (cerrada en julio de 2017) atrajo al megamarchante Larry Gagosian y a Joe Gebbia, cofundador de Airbnb. Recurrir a esta urdimbre digital es la única forma de tamizar el volumen de información que debe procesar un amante del arte. “Entre 2000 y 2017 se han duplicado el número de galerías y, claro, también el número de artistas. Resulta más difícil coleccionar hoy que nunca, separar el grano de la paja”, analiza la coleccionista Estefanía Meana.
Otro relato es qué tipo de colecciones construirá una generación impulsada por la tecnología y la velocidad. “Desde luego”, incide Silvia Dauder, “serán distintas a las anteriores. No quiero decir que no sean buenas. Si el coleccionista busca y sabe comprar, tendrá una buena colección. Pero las prisas son malas, e Instagram, un picoteo”. Quizá porque en este mundo que se desmaterializa sigue contando el factor humano. “Al final, un gran coleccionista es quien obtiene la información directamente de las galerías, y eso hay que ganárselo”, defiende Meana.
Todo esto le sucede a un mercado español del arte que sufre un problema perenne de escala. Representa menos del 1% de un universo de 56.600 millones de dólares (45.300 millones de euros). Pese a todo, a veces extrae poemas de las noticias. La iniciativa privada vuelve a animarse. El coleccionismo corporativo regresa con Iberdrola, DKV, la Caixa, Omega Capital, Uría Menéndez, Inelcom y también través de fundaciones como Otazu (Pamplona), Masaveu (Madrid) o Sorigué (Lleida). “Lo importante es la perseverancia. Entender que una colección corporativa debe construirse a largo plazo y estar protegida de los vaivenes de la crisis y de la incertidumbre de la propia empresa. Si cambian sus directores debe seguir viva”, relata Vicente Todolí, exdirector de la Tate Modern de Londres y asesor de la colección Inelcom. Esa resistencia acude a un rincón del negocio que a veces pasa desapercibido. “Ninguna sala de pujas cerró en Madrid durante los años de la recesión”, cuenta Eduardo Bobillo, director de Arte Moderno y Contemporáneo de Alcalá Subastas. El ecosistema es extenso (Durán, Sala Retiro, Segre, Subastas Goya, Ansorena, Fernando Durán, Abalarte, Subastas Galileo) y mueve en España unos 75 millones de euros. ¿Mucho o poco? Depende de cómo se interprete. Suspender es un verbo, pero bien podría ser una nube.
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