La cara soleada de Robert Lepage
La labor del director teatral le sienta como un guante al Cirque du Soleil


Un mérito tiene el Cirque du Soleil: ha atraído bajo su carpa a multitudes a las que el circo no gustaba o que incluso creían aborrecerlo. El sector del público español que en los años noventa despreciaba el antaño mayor espectáculo del mundo, quedó fascinado con el magnífico envoltorio de Alegría, para muchos título de referencia de la productora quebequesa.
Hubo de todo en los montajes presentados después: el más emocionante, Corteo, dirigido por Daniele Finzi Pasca. Totem, concebido por Robert Lepage, está gustando también: además de buenos números tiene una puesta en escena donde confluyen la ingeniosa maquinaria escénica característica del autor de La trilogía de los dragones con la plástica tirando a kitsch, para consumo de masas, característica de la parte contratante.
Totem
Autor y director: Robert Lepage.
Producción: Cirque du Soleil.
Intérpretes: Roman Ponomarov, Fabio Luis Santos, Vladimir Novotny, Nikita Moiseev, Umihiko Miya, Veaceslav Cebanu.
Directora artística: Neelanthi Vadivel. Directora principal: Alison Crawford.
Compositores: Marc Lessard, Guy Dubuc.
Acrobacias: Florence Pot. Coreografía: Jeffrey Hall.
Video: Pedro Pires. Luz: Étienne Boucher. Vestuario: Kym Barrett. Escenografía: Carl Fillion.
Madrid. Escenario Puerta del Ángel, hasta el 14 de enero. Sevilla. Charco de la Pava, estreno 25 de enero. L’Hospitalest (Barcelona), estreno 23 de marzo. Málaga, del 1 de junio al 1 de julio. Alicante, del 20 de julio al 19 de agosto.
Lepage le imprime a Totem factura teatral: convierte la pista en proscenio hipertrofiado de un teatro ficticio situado al fondo, en alto, detrás de cuyo telón van apareciendo toda suerte de criaturas alegóricas al proceso evolutivo de la especie humana. Mediante proyecciones, la rampa de bajada a la pista se convierte ipso facto en océano proceloso, magma volcánico, estanque de los nenúfares o en cualquier otro paisaje al servicio del barroco imaginario lepagiano.
Protagonizado por las jóvenes Bai Xiangjie, Ju Qianqian, Liu Chen Chen, Wang Jiawen y Wu Yurong, los sillines de cuyos monociclos están a no menos de dos metros de altura, su número de malabarismos con tazones produce una ola colectiva de exclamaciones de sorpresa creciente.
Tiene este quinteto el virtuosismo característico de las troupes chinas pero sin esa perfección mecánica excesiva que hace elucubrar al espectador sobre la rigurosa disciplina que debieron sobrellevar desde muy niñas. Muy al contrario, este número proyecta una alegría vertiginosa, mayor cuanto más se alambican los alucinantes vuelos de los tazones desde la punta del pie derecho de cada chica (el izquierdo pegado mientras al pedal) hasta las cabezas de sus compañeras, en una sucesión de alardes de equilibrio celebrada por todos ruidosamente.
Más envoltorio lumínico y coreográfico tiene el limpísimo número de saltos sobre tres barras rusas que cierra el espectáculo por todo lo alto, interpretado por una troupe bielorrusa, cuyo excelente desarrollo se ve interrumpido innecesariamente por la entrada de dos hombres primitivos, con intención humorística poco lograda.
Misha Usov, payaso ucranio de rostro estupefacto, protagoniza una entrada desopilante durante la cual no sale de su asombro ni nosotros tampoco: marinero en una frágil barca, intenta cascar un huevo contra el borde de un cazo y se le rompe el cazo, tira de una cadena y se vacía el mar. Hace la figura de un cisne con una bolsa de plástico y el suceso nos parece mágico, más que un triple salto mortal sobre trapecio volante.
Homenaje al circo
Sustantivo, el dúo de contorsionismo acrobático formado por las mongolas Oyun-Erdene Senge y Nyangerel Gankhuyag, tejedoras de simetrías, émulas de insectos y de arácnidos.
El cuadro de la cadena evolutiva (del homo neanderthalensis al ejecutivo agresivo) es un velado homenaje al circo del siglo XIX, en el que se exhibían tribus indígenas; una pantomima y un número de mástil chino, teatralizado. Un bonito tres en uno.
El estreno de Totem quedó interrumpido durante unos minutos, nada más empezar: sin que nadie explicara el porqué, los artistas abandonaron la pista y una voz en off rogó al público que aguardase la reanudación: el hándicap de espectáculo tan medido estriba en que ante un acontecimiento donde en un circo cualquiera hubieran entrado los payasos a cubrir el hueco, aquí se produjo un vacío señalado.
En la segunda parte, destacaron también el final del número del diábolo, los malabares ingrávidos en el interior de un vaso de batidora gigante, el cuadro de ambientación indígena amerindia de Eric Hernández y Shandien Larance, y la coda, donde los atletas pasan fluidamente de la imagen filmada al mundo real.
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