Polanski sí que sabe contar
'D’après une histoire vraie' es capaz de tenerte interesado de principio a fin, de crearte tensión sin recurrir a los sustos


Después de 11 días extenuantes, viendo mayoritariamente películas vacuas, pretenciosas, cargantes, mentirosas o simplemente ridículas, tengo la sensación de haber sido testigo de que el cine sigue existiendo, a cuentagotas. Gracias a un señor llamado Roman Polanski, que siempre ha poseído arte para contar historias con una cámara, para atrapar a los espectadores más diversos, para inquietarte en mayor o menor grado. Proyectan fuera de concurso y clausurando de alguna forma el festival D’après une histoire vraie.
No es una obra maestra, promete más cosas durante su metraje de lo que te ofrece el tibio desenlace, no forma parte de ese grupo de películas eternamente memorables que ha creado este director (compruébenlo revisando o viendo por primera vez las extraordinarias La semilla del diablo, Chinatown, El quimérico inquilino o El pianista), pero sí es capaz de tenerte interesado de principio a fin, de crearte tensión sin recurrir a los sustos, de que te envuelva el clima. A sus 83 años, Polanski mantiene su sello, su perversión y su sabiduría narrativa, no hay huellas de senectud en su personalidad.
Coescrita con el también director Olivier Assayas D’après une histoire vraie te remite en su argumento a películas como La mano que mece la cuna, Atracción fatal, De repente un extraño, o sea, a la irrupción en la vida de los protagonistas de psicópatas con apariencia inmaculada y poder de seducción que acabarán convirtiendo en un infierno su existencia. Aquí, se trata de una escritora de éxito, autora de un best seller en el que hablaba de su madre, y la más cultivada, enigmática y comprensiva de sus admiradores. El idilio afectivo (Polanski sugiere con enorme sutileza que también hay algo en él de carnal) se va desmoronando con la aparición de anónimos amenazando a la escritora y con la conducta progresivamente bipolar de esa sofisticada incondicional a la que ha abierto su corazón. Polanski opta por un final que no está a la altura de lo que ha retratado, pero durante un par de horas te ha entretenido inteligentemente, no te ha asaltado la odiosa sensación de estar perdiendo el tiempo o suplicando que acabe la tortura. A estas alturas y habiendo padecido la lamentable salud del actual cine de autor, me conformo con eso.
La sección oficial se ha despedido con la infame You Were Never Really Here. El festival no había guardado nada excepcional para el postre, en una comida que, excepto en algún plato presentable o más que correcto, ha sido indigesta. La dirige Lynne Ramsay y todo en ella obedece al disparate, la sanguinolencia vocacional; nada es de verdad.
El protagonista es un sicario y experto en torturas, que vive con su excéntrica madre y sufre antiguos traumas bélicos. El inverosímil guion describe la búsqueda de una niña, hija de un poderoso político, a la que el gobernador del Estado mantiene drogada y violada en una especie de burdel infantil. Y nadie mejor para dar vida a ese ser atormentado que se carga a sus víctimas a martillazos que el actor Joaquin Phoenix. Me ocurre con este hombre permanentemente intenso, con eterna pinta de colgado y siempre previsible, lo mismo que con su íntimo colega Casey Affleck, que pagaría por no verlos. Aquí, Phoenix se siente en su salsa interpretando a otro tarado en una historia tonta, tan mal escrita como dirigida. Imagino que el jurado de la sección oficial no debería de tener problemas para premiar lo poco salvable en medio de tanto cine inane.
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