El sexy del desorden
Caminamos sobre una época con un presente encharcado y un futuro que ha perdido compostura

El desastre es nuestra nueva belleza. Belleza convulsa, belleza de la negligencia. Ya lo experimentamos alguna vez: los restos de una arquitectura (griega o siria) son más atractivos en ruinas que constituidos como un refinado monumento. La inclinación hacia el desorden es el orden central de nuestro tiempo. Y su insignia mayor en casi todos los ámbitos: políticos, económicos gastronómicos, eróticos, estéticos.
No es un asunto que haya ganado presencia ahora mismo pero ha obtenido ya categoría de imperio. De hecho, la simetría que caracterizó al arte hasta finales del siglo XIX, al menos en Occidente, y hasta los entornos del Art Nouveau, ha saltado en pedazos como la imagen de un espejo que se estrella. (Un espejo que refleja).
Fin, pues, del paradigma especular que representaban las Torres Gemelas, diosas del sistema. Ellas mismas, con su derrumbe, son la metáfora del cambio entre la nitidez bipolar y el barullo de los contrarios: el fin de la Guerra Fría mediante el fenómeno Putin-Trump y su sustitución por la metralla de un terrorismo tan ilocalizable como la Yihad. Fin de la dualidad masculino y femenino mediante la ampliación del arcoíris de los gais o queers. Muerte de la pugna entre Coca y Pepsi.
La comida de fusión supera al filete con patatas y la mezcla entre la química y la física, la biología y la muerte es igual al crimen del cáncer que mata por extralimitar la vida celular. La máxima energía no nace ahora de la fuerza coital (émbolo y cilindro) sino de nimias pulsaciones sin apenas tacto. Ni siquiera el bien y el mal son conceptos inmutables. No lo son ni en la medicina preventiva, ni en el irreconciliable reverso de derechas e izquierdas, o en los categóricos diseños de Jaguar y Volvo, ahora en manos de India o de China
Con los principios del siglo XX empezaron a resquebrajarse las condiciones de armonía, euritmia, consonancia o simetría pero fueron primeras rendijas. Hoy, sin embargo, nada que sea evita parecer viejuno.
Desde los escotes hasta el borde de las faldas, desde los edificios de Gehry hasta los de Hadid todo se está cayendo, y en ese trance chisporrotea la contemporaneidad. El fin será bello por su desequilibrio y los colores rechazan su equivalencia proverbial. Siempre hay que sacar la prenda a la calle para saber su adscripción cromática.
Pero ¿adscribirse a qué? Todo es mixtura: la extrema izquierda es morada, el centro es rosa, hay partidos naranja y populismos de variado granel.
Caminamos sobre una época con un presente encharcado y un futuro que ha perdido compostura. No es decadencia, sino metamorfosis estética y ética rodando por los suelos. Exponiendo sus grandes ruinas no como desechos de vertedero sino como fascinantes y despeinados fragmentos sin destino. Tan descabalados, tan descabellados como asombrosamente bellos.
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