La belleza cruel
Como en otras artes, hay básicamente en pintura dos modos de hacer. Un modo es pintar sobre la superficie del lienzo y el otro pintar hacia un más allá. En la literatura se diría que hay escrituras que salpimentan la página y otras que traspasando el papel llegan y nos condimentan. Alguien puede leer un libro y pasear saludablemente sobre él pero en otros casos magníficos la lectura afecta al receptor como un bacilo. Libros que distraen y libros que infectan. Cuadros que hacen bonito y cuadros que nos hacen distintos.
Un cuadro, bueno o malo, reclama contemplación y la contemplación a su vez requiere un mínimo de cocción. Pero hay cuadros de cocina rápida (al margen del tiempo que lleve concluirlos), correlatos de la fast-food, cuyo valor contrasta con aquellas obras que retumban en el corazón. Cuadros que traspasan el lienzo y poseen la vocación de seguir penetrando (en el pecho, en la memoria, en la emoción) como venenos y no se dejan, por tanto, digerir con tranquilidad.
La auténtica belleza hiere (o mata) en proporción a su toxicidad; no hay belleza en lo inocuo ni estética superior en “lo bonito”. Los grandes cuadros lo son en tanto que no facilitan el tránsito intestinal sino que al asumirlos se comportan como extraños caníbales. En la poesía valdrían los casos de Pablo Neruda y César Vallejo, ejemplos de lo que hace bonito y lo que hace mella. O, también, en la moda, los efectos de un Valentino frente a un Yohji Yamamaoto. De un Renoir frente a un Matisse, de un fácil Picasso frente a un Braque. De un Bores frente a un Grau Salas.
Hace un mes recibí un paquete que contenía tres grandes libros. Una nota decía: “Son volúmenes que yo empleo en casa para calzar los muebles”. Abrí los libros y saltó de golpe un tropel de pinturas no sólo impresionantes sino que mordían. Su autor era Miguel Ybáñez, un pintor madrileño de 1946 que reside en Amsterdam. Le puse yo enseguida un correo entusiasmado y en una inesperada correlación me invitó a disfrutar su estudio en Holanda. Parecía exagerada la cosa, pero ¿por qué no ir? Cogí un avión y compartí con él posada y sustento durante cuatro días.
Pocas experiencias, en fin, han sido tan intensas biográficamente como observar su trabajo de proporciones físicas y estéticas gigantescas. Tan aleccionador y potente fue aquello que de paso advertí, visitando el museo Van Gogh que éste podría confundirse con un mansurrón comparado con Munch (ahora en la Thyssen), pero también que Miguel Ybáñez resultaba ser un capitán entre la buena cosecha de los ochenta/noventa basada en Campano, Albacete, Quejido, Broto o Navarro Baldeweg. Con una diferencia, y es que mientras en algunos ellos (como en mis obras) aparece a menudo "lo bonito", en Miguel Ybáñez todo es “atún". Atronador, caníbal. Estética de la vida y la muerte. Repertorio del veneno y de la belleza cruel.
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