El síndrome de la cara oculta
Las estafas, los robos, la escaramuza financiera, la pedofilia, los asesinatos domésticos y los casos de prevaricación han creado una asidua secuencia de imágenes televisivas en las que el culpable sale o entra en los juzgados tapándose la cara ante el público colérico y ante la imponente televisión.
Las cámaras se hallan listas para captar su rostro y sus rictus, que ellos se afanan por esconder bajo las gabardinas, foulards, jerséis de punto, cartapacios y capuchas del anorak. Un desfile de personajes sin cabeza —acaso decapitados ya— pueblan los telediarios como signos de una especie que, sintiéndose asediada por la justicia, decide tanto no mirar a nadie ni que los ojos recaigan sobre ellos. Son ciegos aciagos por partida doble: se ciegan para no saber adonde van y ciegan la vista de los espectadores, rehuyéndoles su apariencia, punto decisivo de su catadura moral. Este acontecimiento, reiterado hoy en los media, constituye uno de los mayores y más significativos indicadores de nuestra actualidad.
Los delincuentes copian angustiosamente la conducta del niño que cree dejar de existir cuando cierra los ojos, pero difieren de ellos en que no juegan con una muerte fingida, sino con la muerte de verdad. Sienten que si no se les ve, no serán vistos y así, circunstancialmente, lograrán escapar de su ejecución política, humana o profesional. De hecho, desaparecida la visión del mal, parece generarse un paraíso inocente donde el delito se conmuta por el cero de la visión.
Los delincuentes serían, en su imaginario, sujetos que juegan con la magia suicida de no estar ni existir ante los otros. Pero, ¿existir para ellos? La culpa es una compañera terriblemente dura y cruel. Pero, ¿sienten culpa o sólo un sofoco ante el cual prefieren eludir la faz? No lo sabremos con certeza puesto que en el interior de estos personajes que se cubren la cabeza puede hallarse un asesino o un pervertido, pero también una víctima pendiente de redimir. Aunque, en general, pensamos que suele tratarse de un tipo tan ominoso que no pudiéndose librarse de su narración, trata de aminorar su ignominia no dejándose ver. Tratan de evitar, por consecuencia onírica, su apaleamiento en la plaza donde se reproducirían los cadalsos y el griterío de la multitud.
Tipos, en fin, que pueblan ya sin sorpresa la diaria programación de las cadenas, donde se exhiben como un espacio rutinario más. Un espacio que se muestra al lado de los accidentes, los deportes, la política y la previsión del tiempo. Producciones que forman parte del quehacer profesional.
Los chorizos, los asesinos o los maltratadores han ganado su hueco informativo y cultural. Se trataría de un minutaje extrañamente vacío si las emisoras no lo lograran completar.
Nos habíamos saciado de política o declaraciones vacuas, de tontorrones mandamases y reiterados programas del corazón. Ahora es el tiempo de la Condena o de la Muerte regular. El espacio en que los indeseables en general desfilan como una reata que roe nuestra sociedad. La roe tanto como para dejar sin fe a los votantes y los desorienta tanto como para representarse en estos criminales sin órbitas. Todos enterrándose ya en una estrategia de ofuscación que oxida los ejes de la virtud y el conocimiento cabal. Que encubre tanto la múltiple identidad del innumerable incriminado, como el saber iluminado de la Honestidad o del Mal.
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