Andrew Lloyd Webber y Tim Rice, en estado de (des)gracia
Los reyes de los musicales londinenses han perdido público frente al auge de los montajes basados en canciones de éxito

Artífice de musicales legendarios como El Fantasma de la Ópera, Evita o Cats, la varita de Andrew Lloyd Webber parece haber perdido ese toque que hacía de su nombre un sinónimo del éxito automático. Sus producciones de los últimos años no habían logrado ni acercarse a la aclamación de aquellos hitos, pero es ahora cuando el ganador de un sinfín de premios teatrales (entre ellos siete Tonys y otros tantos Olivier) acaba de encajar uno de los mayores fiascos de su carrera: la obra Stephen Ward, que el compositor considera uno de sus mejores trabajos, bajará el telón a finales de mes por falta de público.
La clausura de las funciones de Stephen Ward, apenas cuatro meses después de su estreno, coincidirá en el tiempo con la también prematura retirada de cartel de otro musical, De aquí a la eternidad, en la que figura como letrista el antiguo colaborador de Lloyd Webber, sir Tim Rice. Juntos formaron un tándem dorado en el West End que definió el género gracias a títulos como Jesucristo Superstar o Evita, el inicio de una larga cooperación y de una estela de récords de taquilla. Sus caminos llevaban tiempo separados cuando Lloyd Webber accedió a brindar algunos consejos a su amigo antes de la puesta en marcha de De aquí a la eternidad, basada en la novela de James Jones que ya había sido llevada al cine en 1953. Pero las críticas resultaron demoledoras.
El veredicto resultó más benévolo con Stephen Ward, la historia de un osteópata que fue utilizado como chivo expiatorio en el escándalo Profumo (la dimisión de un ministro británico, en 1963, al trascender que su amante, Christine Keeler, también lo era de un espía soviético). Pero a pesar de la solidez de sus temas, los críticos y los espectadores echaron de menos aquella magia que tiempo atrás definía los hitos de Lloyd Webber.
Un Rice irritado, que ha llegado a sugerir su abandono definitivo del mundo del teatro, atribuye esos dos fracasos al auge de los llamados jukebox musicals, producciones que se apoyan en un a veces muy débil hilo argumental para nutrirse de antiguos éxitos de la música que los espectadores no se cansan de disfrutar. El fenómeno Mamma mia, todavía en la cartelera de Londres desde su estreno a finales de los noventa, marcó esa tendencia al ritmo de las canciones del grupo Abba. Le siguieron los temas de los Queen (We will rock you), los de Frankie Valli y los Four Seasons (Jersey boys), y hasta las Spice Girls se atrevieron a rememorar sus antiguos éxitos en la vilipendiada producción Viva Forever!. Sólo los fans de Victoria Beckham y compañía garantizaron su supervivencia durante siete meses. Pero ese fracaso fue la rara excepción de una tendencia al alza.
El argumento de Rice de que el público ya no aprecia el material original se contradice, sin embargo, con la estupenda acogida de musicales como Matilda –basado en la novela de Roald Dahl- o la sátira religiosa El libro del mormón, importada de Broadway. Sí tiene razón cuando sostiene que los jukebox musicals son una apuesta más fácil para llenar teatros. Lloyd Webber no ha querido en cambio entrar en polémicas, ante la propia admisión de que ninguno de los seis musicales que ha compuesto en las últimas dos décadas ha sido un verdadero éxito. Love will never die, continuación del inolvidable título El fantasma de la ópera, apenas aguantó el tipo a lo largo de 18 meses en la cartelera londinense. Pero su autor, de 65 años, no piensa en arrojar la toalla y ya está trabajando en una nueva propuesta, la adaptación a las tablas del argumento de la película Escuela de rock. Tiene además la satisfacción de que algunos de sus mejores musicales siguen representándose todavía en alguna parte del mundo y de que el El fantasma de la ópera acaba de cumplir sus 28 años en la escena del West End sin dar signos de flaquear.
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