Sadomasoquismo de autor
‘La herida’ tiene vocación de estilo y está muy bien interpretada, pero no la recomendaría a nadie


Dichosas sean aquellas personas que no hayan experimentado en su vida ser testigos finalmente impotentes de la autodestrucción imparable de algún ser amado. En algunos casos, la imposibilidad de ponerse de acuerdo con la vida, la sensación de fracaso, la pérdida, el abandono, o simplemente el placer, pueden acelerar adicciones que acaban matando, pero que también sirven para anestesiar el sufrimiento, otorgan consuelo provisional, crean ensoñación, esas cosas. Al fin y al cabo puede ser una elección. Que casi siempre se paga con una factura escalofriante. Y también existen otros seres autodestructivos que no han elegido su tragedia. Su enfermedad se puede llamar depresión, bipolaridad, trastornos salvajes de la personalidad, esquizofrenia, neurosis, cualquier patología seria que les imposibilita lograr un poco de estabilidad mental, un poco de felicidad, establecer relaciones sensatas con los demás, comunicarse, dar y recibir cosas gratas. Esas enfermedades mentales pueden ser especialmente violentas con uno mismo y con el prójimo, encontrar gozo o alivio en la automutilación, el sadomasoquismo, la indeseable convivencia con fantasmas y obsesiones que machacan. En muchos casos el suicidio es la solución final para ese tormento.
Admitiendo la realidad de esas tragedias, no tengo la menor curiosidad, y por supuesto ninguna tentación relacionada con el morbo, por ver en el cine retratos exhaustivos de esa desdicha. Es lo que se propone el director Fernando Franco en su ópera prima La herida. Elección insólita para culminar su deseo de hacer cine. Imagino que también se ha propuesto poner enfermo al espectador, provocar su espanto y su piedad. En mi caso, lo consigue. Y que al terminar me plantee por qué he perdido 100 minutos de mi precioso tiempo presenciando un catálogo de horrores. La respuesta es que su visión forma parte de mi tantas veces ingrato trabajo, pero también que jamás me atrevería a recomendársela a nadie, ateniéndome a las sensaciones que me provoca.

La herida tiene vocación de estilo, consigue lo que se propone, está muy bien interpretada por Marian Álvarez. De acuerdo. Lo que no evita que la vea con estupor y la olvide con rapidez. Lamento mucho que esa conductora de ambulancias no se soporte ni a sí misma ni a los demás, que el alcohol y la coca la pongan peor, que su mayor alivio consista en apagar cigarros en su cuerpo y herirse con cuchillas de afeitar, que no se sienta comprendida ni querida por nadie, que lance zarpazos brutales a la gente que se le acerca y necesita, como su familia y su novio, que su estancia en la tierra sea un exclusivo infierno. Pero a los quince minutos estoy deseando perderla de vista. No comprendo las intenciones de esta árida, fría y desagradable película. Aunque es probable que la siquiatría vea en ella un documento veraz y excepcional.
Prisioneros, que ejerce de pretexto para otorgarle el premio Donostia a Hugh Jackman, del que todavía no tengo claro si es un gran actor pero sí que el guaperas australiano desprende incontestable gracia, listeza, calidez y buen rollo, es un thriller tenebroso y desasosegante. El miedo te lo provoca su tema (secuestro de niños) y el desasosiego te lo crea constatar que el padre más civilizado es capaz de torturar incesantemente a un retrasado mental por su sospecha o su obsesión de que ese tarado puede estar relacionado con el secuestro de su criatura. No puedo evitar pensar en algunos momentos de Mystic River y de El intercambio, dos películas de Eastwood que hablan del mal cebándose con la infancia. En la comparación Prisioneros sale perdiendo, pero es una película notable, tensa, compleja y sombría. La dirige Denis Villeneuve, que antes ha concursado en esta edición del festival con la sicologista y grotesca Ennemy. Sus pretensiones de autoría son menos evidentes en Prisioneros. Tal vez por ello le ha salido mucho mejor.
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