Primavera en Copacabana: un día con el maestro

Nada más entrar, a la izquierda, estaba su guarida, apenas un cuartito con una mesa corrida plagada de libros, papelotes, folletos, fotos y catálogos, alguna maqueta, también rotuladores, lápices, plumillas y bolígrafos. Y en los escasos centímetros cuadrados que quedaban libres, de vez en cuando, según le daba a su dueño, los dedos huesudos y negruzcos de Oscar Ribeiro de Almeida Niemeyer Soares se ponían a bailar, no precisamente una samba de su amado Chico Buarque ni el Maravilha de Toquinho, apenas un tango tenue sobre la base de un trazo aquí, una raya allá, dos curvas, un manchón y ya estaba la magia de quienes no necesitan más que emborronar cuartillas para plasmar su genio. El visitante se emocionaba y se arrancaba con un ingenuo algo así como:
- Oscar, cuando dibuja…
Y Niemeyer:
- En esa silla donde está sentado usted solía pasarse horas sentado Fidel Castro.
Y la risa ahogada y centenaria de Niemeyer, retumbando entre las paredes blancas del estudio, ¡ej, ej, ej, ej!
Se parecía al maestro Yoda de La guerra de las galaxias. También a algunos de sus edificios, bases rotundas para cúpulas aéreas. Tenía un poco de ovni, como su museo de Niteroi, uno de los edificios más inconcebibles y fascinantes que cabe contemplar. Cuando le aburría la conversación o le asaltaban sus cosas, se aislaba en una especie de mirador con cojines, encendía un pitillito Davidoff y miraba las olas de Copacabana. Canturreaba. Mientras, al micro, alguno de los invitados a los que se les había dado el privilegio de pasar un día allí se atrevía con alguna de Maria Creuza.
Así transcurrían los días de Oscar Niemeyer, que luego se sentaba a la mesa como un niño bueno y no dejaba una miga de las golosinas que le preparaba Tarsiso, su cocinero personal. También tenía chófer personal. Amaro. Un día el empleado le dijo al jefe:
- Mi casa está hecha un asco. Se cae.
- No importa, yo te hago otra.
Y a partir de ahí, Amaro y su familia siguieron viviendo como hasta entonces, en la infinita favela de Vidigal, aunque en una casa firmada por Niemeyer.
Día sí y día también (“es imposible conseguir que se quede en casa, se aburre, él quiere venir al estudio siempre”, te explicaba su esposa Vera) el antro de Oscar Niemeyer en el noveno piso del edificio Ypiranga, Avenida do Atlántico, Copacabana, Río de Janeiro, estaba lleno de humo, de risas, de la conversación de Jair Valera, arquitecto y brazo derecho del maestro, de silencios no forzados (los buenos), de Vinicius de Moraes, del recuerdo imperecedero de los culos de las garotas en la playa (una fotografía de varios de ellos presidía su despacho, ¡ej, ej, ej, ej!), de vino y de whisky con permiso de su médico o sin él, de tertulias inacabables sobre la obra de Dos Passos, Orwell o Baudelaire, de charlas sobre si eran mejores los goles del Fluminense de Rivelinho o los del Flamengo de Zico, de los proyectos pendientes, de los proyectos eternos.
Aquel día maravilloso de primavera, en Rio, Oscar Niemeyer solo tenía 101 años. Y no. No se quería ir a casa.
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