Woody a la romana
Woody Allen no intenta venderle la moto a nadie: jamás ha ocultado que la suya es la mirada del turista y que estos trabajos no tienen otra ambición que la de ser aparatosas —y algo desaliñadas— postales

En Erasmus, orgasmus y otros problemas, la ácida novela atomizada de Carlo Padial, uno de sus personajes, la estudiante en tránsito Karla, va a ver Vicky Cristina Barcelona (2008) y alucina, porque, como le escribe a uno de sus múltiples amantes “esa película (…) me recuerda a Barcelona, donde estoy ahora, y sobre todo me recuerda a ti, me recuerda nuestro amor, nuestra pasión europea y latina, cosmopolita”. Algunas páginas más adelante, el lector descubre que Fritz, el novio oficial de Karla, tiene una visión muy distinta del asunto: “No entiendo esta película (…) ¿Y a quién pueden gustarle estos hombres, tipo torero loco? No la entiendo, las motivaciones de los personajes son tontas”.
Un libro como Erasmus, orgasmus y otros problemas le busca las cosquillas a la idea de Europa —un tejido de ciudades escaparate donde vivir el tópico como experiencia vital— que celebra el último tramo de la filmografía de Woody Allen. La disparidad de reacciones que refleja Padial es, en buena medida, la que podría sentir una misma persona ante esta serie de películas que llevan escrita en la frente su condición de encargo, su naturaleza de obra menor y su impúdica celebración de las bellas mentiras. Lo interesante aquí es que Woody Allen no intenta venderle la moto a nadie: jamás ha ocultado que la suya es la mirada del turista y que estos trabajos no tienen otra ambición que la de ser aparatosas —y algo desaliñadas— postales.
Su última propuesta, A Roma con amor, que tiene el detalle de vincular el escenario con un subgénero caro al cine popular italiano —la comedia episódica—, parece no haber caído especialmente en gracia, pero, pese a situarse lejos de los trabajos mayores del cineasta —Annie Hall (1977), Manhattan (1979), Broadway Danny Rose (1984), Delitos y faltas (1989), Maridos y mujeres (1992)…—, no son pocos los argumentos que pueden reunirse para su defensa. Como en Desmontando a Harry (1997) y Midnight in Paris (2011) —que, pese a su estructura unitaria, tenía alma de relato breve—, el director vuelve a acreditar su naturaleza de maestro del cuento portátil y, en ocasiones, recicla sin pudor, pero con eficacia, viejos materiales, como esa apropiación de El jeque blanco (1952) que ya había alimentado La rosa púrpura del Cairo (1985) y que aquí inspira una de las historias en juego.
Allen combina interesantes ideas narrativas —como el juego entre Jesse Eisenberg y Alec Baldwin, un desdoblamiento: la voz de la inmadurez y la voz de la experiencia enfrentadas a un caso de libro de romance tóxico— con tonificantes desvíos hacia el delirio, como en la historia del tenor que solo puede cantar bajo la ducha o esa miniatura sobre la pesadilla de la fama que protagoniza Roberto Benigni. Ciñéndose la piel de un arquetipo alleniano ya muy gastado por el uso —la prostituta con corazón de oro y expansivo desparpajo—, Penélope Cruz parece estar pasándoselo tan bien como, sin duda, debió de pasárselo en la mucho más creativa destilación de la mujer española de rompe y rasga que encarnó en Vicky Cristina Barcelona.
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