La moralización de la diferencia
Cuando la diferencia política se moraliza, la política se convierte en guerra cultural. Y la guerra cultural no es un lenguaje neutro; tiene consecuencias en cómo se piensa la tarea política y cómo es el adversario

Hace casi diez años, en un panel sobre Pinochet y los jóvenes convocado al cumplirse una década de su muerte, una de las participantes dijo con total franqueza: “Para mí, la diferencia entre derecha e izquierda es moral. Ser de una u otra te hace bueno o malo”. Me llamó la atención la radicalidad del planteamiento. Hasta entonces, nunca había escuchado el punto con tal nitidez fuera de afiebradas discusiones de asambleas universitarias. Me pareció una rareza, quizás atribuible a la intensidad con que la figura de Pinochet polariza nuestras categorías políticas.
Lo que entonces producía extrañeza hoy se ha vuelto común en nuestro espacio público, y con mayor intensidad entre las élites políticas. Las discrepancias ideológicas ya no son solo conflictos sobre los medios para alcanzar el bien común —algo natural en sociedades plurales—. Se han transformado en el reflejo de la bondad o maldad moral de quien las defiende. Giorgio Jackson, cuando declaró que el Frente Amplio tenía una ‘altura moral’ y escala de valores diferente, mostró con transparencia esta lógica: la superioridad ética propia justifica el desprecio al resto, sea de derecha o de la antigua Concertación.
Algunos dirán que esto es producto de un cambio de época política. Es cierto que el clivaje derecha-izquierda está mutando; su contenido definitivamente no es el de los 90 o los 2000. Por el contrario, esos consensos crujen y no parecen convencer a muchos. Pero ese cambio no explica el fenómeno central: que al diferente se lo carga de características negativas, que se moraliza la diferencia política con independencia de su contenido. Como muestra: las derechas duras han construido su camino no contra la izquierda, sino contra la propia derecha. Lo mismo hizo el Frente Amplio contra la Concertación. El enemigo moral no está solo al frente; está también al lado.
Cuando la diferencia política se moraliza, la política se convierte en guerra cultural. Y la guerra cultural no es un lenguaje neutro; tiene consecuencias en cómo se piensa la tarea política y cómo es el adversario. Entre otras, se desprecia la evidencia —social, científica— para privilegiar las intenciones que subyacen a una agenda. Si la idea viene de los míos, es buena; si viene del frente, se descarta. Por lo mismo, negamos la posibilidad de que nosotros o nuestros aliados estemos equivocados. Los matices son leídos como traición o ablandamiento. La duda no es posible.
Como vimos en la reciente campaña presidencial, la alternativa que ofrecen los centros —los que dominaron desde la caída del Muro de Berlín— es la moderación repetida como mantra, cuya ausencia se transforma en acusación. Se glorifican los acuerdos como único camino, prescindiendo de su contenido. Entendida así, la moderación queda vacía, reducida a negación. Pero moderación no es no creer en nada, ni evitar las peleas, ni defender versiones aguadas de las ideas. Moderación implica conciencia de lo que se cree, junto con apertura a las ideas del adversario. Reciedumbre y seriedad para discutir sin caer en la agresión, diálogo sin negar la identidad. Saber gestionar los disensos como parte inevitable del desacuerdo social, pero no como abismos insalvables.
Esto no significa convertir la política en un salón de té. La política nunca ha sido el cenáculo de los filósofos, y menos ahora, ante una crisis de proporciones históricas que trasciende a Chile. Pero hay una diferencia entre la dureza del debate y la destrucción del adversario.
Ejemplos de las últimas semanas ilustran lo que sucede cuando falta esa actitud. Por una parte, la agresión contra José Carlos Meza, diputado reelecto por Republicanos, en un centro comercial —grabada y difundida en redes—. Del otro lado, Axel Kaiser llamando “zurdos descerebrados” a sus adversarios en Tele13 Radio, con la intención explícita de provocar. La lógica es la misma: el del frente no está equivocado, es malo, y merece todo el oprobio.
Una vieja caricatura de Topaze mostraba a Allende y Frei Montalva tirándose barro. “Ahí va otro poco”, “a mí me lo dice”, viñeta tras viñeta. En el último cuadro, el barro acumulado ha cobrado forma de gorila. Ninguno quería crearlo; solo querían dañar al otro. Quizás esos son los dioses fuertes de cuyo retorno tanto se habla: pasiones que se alimentan con entusiasmo ciego y que mañana no habrá forma de domesticar.
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