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Juventud
Tribuna
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Cuando los jóvenes buscan respuestas en la derecha

El problema no es que los jóvenes se hayan vuelto conservadores. El problema es que dejamos de ser inspiradores. La democracia se volvió trámite, el progresismo se volvió lenguaje, la participación se volvió papeleo

Las nuevas generaciones crecieron en espacios de libertad y diversidad, pero hoy encuentran en los discursos de orden y pertenencia una respuesta a su desconcierto.

A comienzos de los años noventa, un grupo de profesoras que había retornado del exilio fundó un colegio alternativo. Creían que la educación podía sanar heridas y reinventar el país. El proyecto fue un símbolo de época: sin uniformes ni castigos, con participación, creatividad y pensamiento crítico. Allí se enseñaba a disentir con respeto, a cuidar la palabra, a vivir la democracia como una práctica cotidiana. Treinta años después, una amiga me contó, sorprendida, que muchos de los alumnos actuales de ese mismo colegio se declaran conservadores, incluso simpatizantes de la derecha más dura. El colegio no cambió demasiado; el mundo sí.

Los jóvenes de hoy no crecieron bajo dictadura ni conocieron la censura. Nacieron en democracia, con acceso a libertades que otras generaciones debieron conquistar. Y eso lo cambia todo. Lo que para sus padres fue lucha, para ellos es paisaje. Y cuando la libertad se vuelve paisaje, la rebeldía cambia de dirección.

Cada generación necesita su propio gesto de ruptura. En tiempos en que el progresismo se ha institucionalizado —cuando la diversidad se enseña por reglamento y la participación se vuelve protocolo—, el gesto de rebeldía puede consistir en moverse hacia el orden, la identidad o la autoridad. Ronald Inglehart lo anticipó hace décadas: cuando las sociedades alcanzan altos niveles de seguridad material, las nuevas generaciones tienden a privilegiar valores expresivos; pero también, como observamos hoy, pueden retroceder hacia valores de orden cuando se sienten amenazadas o desorientadas. La derecha radical, en ese sentido, no ofrece tanto un programa político como un refugio emocional.

Investigaciones recientes en Europa muestran que una parte creciente de los hombres jóvenes —cerca del 20 % en algunos países— se identifica con partidos de extrema derecha. No lo hacen necesariamente por ideología, sino por la necesidad de pertenecer en un mundo incierto. En América Latina, estudios del PNUD y de la Unión Europea señalan algo similar: jóvenes que desconfían de la política, valoran más el mérito individual que la justicia social y sienten que la democracia no les ofrece horizonte. No es sólo pobreza o precariedad. Es orfandad de sentido. Una generación criada en la libertad, pero sin la experiencia del conflicto que la hizo necesaria.

El filósofo Hartmut Rosa habla de “aceleración sin resonancia”: un mundo donde todo se mueve más rápido, pero nada vibra. En ese vacío, los discursos conservadores ofrecen una promesa sencilla: orden, identidad, pertenencia. Le hablan a la emoción del cansancio. El progresismo de los noventa fue una épica moral y política: amplió derechos, trajo pluralidad, desmontó jerarquías. Pero con el tiempo se volvió parte del mobiliario institucional. Pasó de ser subversión a ser norma. Pierre Rosanvallon ha advertido que la democracia contemporánea sufre un “déficit de representación sensible”: los ciudadanos ya no se sienten vistos ni escuchados. Quizás los jóvenes no estén rechazando la libertad, sino su versión burocratizada: la libertad como deber, como discurso, como corrección. Buscan una libertad que vuelva a tener cuerpo, emoción y sentido.

No se trata de culparlos. La responsabilidad no es sólo individual, también es del entorno que dejó de convocar. Cuando la escuela repite valores sin crear comunidad, cuando la ciudad no ofrece proyectos compartidos, cuando la política habla, pero no escucha, los jóvenes buscan otros lugares donde sentirse parte. Gilles Lipovetsky advirtió que la sociedad hipermoderna es “ligera en compromisos y pesada en soledades”. El propósito no se construye solo desde adentro: necesita un afuera que lo convoque, calles, plazas, barrios, colectivos, instituciones que den lugar. De lo contrario, la vida cívica se fragmenta y el deseo se reordena hacia quien sí promete pertenencia, aunque sea excluyente.

El problema no es que los jóvenes se hayan vuelto conservadores. El problema es que nosotros dejamos de ser inspiradores. La democracia se volvió trámite, el progresismo se volvió lenguaje, la participación se volvió papeleo. Si queremos que las nuevas generaciones crean otra vez en lo común, necesitamos volver a ofrecer horizonte, emoción y comunidad. No basta con recordarles lo que costó conquistar las libertades: hay que hacer que vuelvan a significar algo.

Cuando la libertad deja de emocionar, el orden se vuelve tentador. Y cuando los jóvenes buscan refugio en la derecha, lo que están diciendo —sin saberlo— es que el futuro perdió su promesa.

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