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SOCIALISMO
Tribuna
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¿Qué queda del socialismo democrático?

Hoy la política no puede aspirar a modelar la sociedad a su antojo. Quien pretenda rescatar el proyecto socialista democrático debe partir por reconocer las restricciones impuestas por la evolución social

Una mujer deposita sus votos en las urnas durante las elecciones municipales en Santiago, Chile, el 26 de octubre de 2024

El futuro del socialismo democrático no se avizora fácil. Su horizonte utópico —la idea de un socialismo con amplias libertades— se ve amenazado por la sombra autoritaria que proyectan los regímenes que, en el siglo XXI y especialmente en América Latina, se han erigido en su nombre; así como por la penumbra que la desgracia de los socialismos reales del siglo XX aún arroja sobre cualquier proyecto que, como la República Democrática Alemana, enarbole la bandera de la democracia para pavimentar el camino al socialismo.

El Estado de Bienestar, acaso la síntesis política más exitosa surgida de la confluencia entre principios del socialismo democrático, el liberalismo igualitario y el humanismo cristiano, tampoco enfrenta un porvenir luminoso. Ya no se trata solo de críticas desde cada una de sus tradiciones. La creciente duda sobre su sostenibilidad fiscal, agudizada por el envejecimiento poblacional —con la disminución de contribuyentes y el aumento de beneficiarios—, así como el auge de una nueva derecha que busca descargar a la comunidad política de responsabilidades que, en su visión, corresponden únicamente a los individuos, constituyen las bases de este sombrío pronóstico, que se extiende no solo sobre la idea general de un socialismo democrático, sino también sobre su concreción más refinada.

Las causas profundas de este derrotero no están en los hechos y razones previamente esbozados que, desde una perspectiva más amplia, no son más que consecuencias de tendencias estructurales. Desde arriba, en el plano societal, la consolidación de una sociedad mundial, compleja y funcionalmente diferenciada, surge como el primer impulsor de este proceso. Desde abajo, en el plano individual —fuente de legitimidad y principal objeto de protección de cualquier proyecto socialista democrático—, la radicalización del proceso de individualización señalado por Ulrich Beck y agudizado en las últimas décadas aparece como el segundo.

La consolidación de una sociedad mundial, si bien ha favorecido principios fundamentales del socialismo democrático —como la idea de una humanidad común—, también ha acentuado dificultades que comprometen su viabilidad. Por un lado, la globalización económica ha fomentado una competencia tributaria entre Estados que erosiona la base fiscal necesaria para financiar sus anheladas prestaciones. Por otro, la intensificación de la migración, la mundialización de los medios de masas y el giro multicultural han debilitado las identidades que legitimaban una alta carga impositiva. Todo esto se ve amplificado por la transnacionalización de los conflictos: se eligen autoridades cuyas decisiones están constreñidas por los márgenes de los estados nacionales, aun cuando los problemas que deben afrontar no reconocen fronteras de ningún tipo. Finalmente, la diferenciación funcional de los sistemas político y jurídico ha reforzado el ideal de una gestión técnica centrada en la eficiencia, en desmedro de la capacidad transformadora que movilizó históricamente al electorado del socialismo democrático.

Pero eso no es todo. La radicalización del proceso de individualización también proyecta una sombra sobre este proyecto, principalmente debido a la erosión de los clivajes identitarios —la clase y la nación— que históricamente lo sustentaban. Este proceso despojó primero a los individuos de aquellas referencias colectivas que les proporcionaban sentido, seguridad y pertenencia, exaltando luego su libertad para redefinir la identidad personal en marcos cada vez más flexibles. Tal alejamiento respecto a las antiguas identidades compartidas ha desembocado en identidades múltiples, fragmentadas y mutuamente irreductibles, que difícilmente encajan en las etiquetas tradicionales del socialismo democrático. Esto genera una ansiedad por autodefinirse, incluso en los aspectos más sutiles de la subjetividad, que si bien visibiliza deseos largamente reprimidos e historias colectivas anteriormente silenciadas, no ha conseguido otorgar legitimidad ni capacidad de acción colectiva a ningún proyecto que aspire a heredar el legado de los ya anquilosados y cuestionados Estados de Bienestar.

Así, en términos alegóricos, los desgastados vehículos del proyecto socialista democrático, cual aprendices de jinete mongol, intentan cabalgar simultáneamente dos caballos cuyo furioso y desincronizado galope amenaza con derribarlos. Por un lado, mientras defienden el multilateralismo, la especificidad irremplazable de la ciencia y la importancia de alguna forma de gobernanza global, padecen las limitaciones que la sociedad mundial impone sobre su proyecto. Por el otro, al tiempo que abrazan con determinación el reconocimiento y la expansión de nuevas identidades, contemplan con desconcierto el derrumbe de los clivajes que durante décadas les brindaron sustento.

Frente al mismo dilema, las nuevas derechas e izquierdas se ahorran la acrobacia: montan decididas el caballo de la más radical individualización. Las primeras, aunque rehúyan esta clasificación, no restauran las identidades nacionales desdeñadas, sino que encumbran un remedo de estas: identidades disidentes, fragmentarias y fraccionadoras, erigidas como resistencia frente a una hegemonía liberal-progresista. Por su parte, las segundas, embebidas de una antropología liberal, tienen como primer horizonte el cultivo de cualquier construcción identitaria capaz de dinamitar su propia némesis, representada por una hegemonía tradicionalista-católica

En otra escena del mismo drama, la sociedad mundial corre furiosa sin jinete, pues así lucen las instituciones arraigadas en el sentido de una época. Ya no necesitan voceros ni testaferros, pues les basta la legitimidad de sus propias lógicas funcionales para perpetuarse.

Esto no es un llamado a retrotraer la historia. Hoy, la política no puede aspirar a modelar la sociedad a su antojo. Por ello, quien pretenda rescatar el proyecto socialista democrático debe partir por reconocer las restricciones impuestas por la evolución social y, desde allí, formular una propuesta coherente, discerniendo qué principios salvar, cuáles abandonar y cuáles reorientar. Hoy la política es, fundamentalmente, lucidez ante los límites de la propia acción.

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