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PABLO LONGUEIRA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La paradoja de Longueira: 30 años en política sin que le gustara

La concepción de la política como un trabajo temporal y casi obligado revela una contradicción en ciertos sectores de la derecha: pretenden conducir los destinos del país sin abrazar genuinamente el oficio que esto requiere

Pablo Longueira en la comuna de Vitacura, Santiago, en diciembre de 2023.

Aunque dice estar ‘retirado’, Pablo Longueira dio una interesante entrevista sobre el momento político y la elección presidencial de fin de año a María José Gutiérrez del Diario Financiero. Con una frase provocativa, Longueira arranca su conversación llamando a “refundar Chile” con algo así como un “Ladrillo 2.0″. Quizás es un mero lapsus o una mala imagen, pero la metáfora es en cualquier caso inquietante, pues sugiere que la molestia con el proyecto refundacional de la Convención Constituyente era un problema de signo político, y no de la idea de refundación en sí.

Sin embargo, lo más llamativo de la entrevista viene hacia el final, al responder una pregunta más personal: si acaso este es un momento propicio para retornar a la actividad por la que es conocido. Dejemos que el entrevistado hable por sí solo: “No, no. Ya cumplí. Nunca logré que me gustara la política. Así que estuve 30 años en el servicio público, no en la política”.

No es este el espacio para analizar las motivaciones de Pablo Longueira. Tendrá sus razones para que “no le guste” la actividad a la que dedicó buena parte de su vida —fue diputado, senador, ministro, miembro del comité que fundó la UDI y luego su presidente. Todos hacemos cosas que no nos gustan porque participan de un bien mayor. No se trata, tampoco, de forzar su retorno a la primera línea; la época de su apogeo ya pasó. Por lo demás, y más allá de sus disgustos personales, se trata de una ocupación que Longueira ejerció con bastante más talento que la media de los políticos que hoy pululan por la escena pública.

Pero sí vale detenerse en el “nunca logré que me gustara la política” de Longueira porque muestra una manera de entender esa actividad que está instalada en buena parte de la derecha. Se podría formular la tesis de la siguiente manera: más que hablar de política, se debe hablar de servicio público, como una ocupación que tiene algo de impuesta (y con ello de casi heroica) —me disgusta, pero la realizo— y temporal. Es una distracción, más noble que otras y necesaria por cierto, pero que no debiera desviarnos de las verdaderas tareas que dignifican la vida. Así, esta manera de entender servicio público rima con servicio militar.

Pensar la política como ‘servicio público’ parte por negar la dignidad y autonomía de la misma. Dicho con simpleza, la política es —o debiera ser— una actividad especializada, que requiere habilidades propias; muchas de las cuales no se aprenden en la academia, la empresa ni en el liderazgo social. Ellas, por cierto, pueden ayudar, pero el razonamiento político es particular, y para hacerlo correctamente se necesita de mucha práctica. Basta con ver los defectos de los gobiernos de Sebastián Piñera, sumamente eficaces cuando estaban frente a problemas técnicos como la pandemia, pero que hicieron agua cuando la discusión se trasladaba a la cancha propiamente política. Ahí lo que faltó fueron profesionales del ámbito —no asesores comunicacionales, no influencers, no más simpatía, tampoco expertos economistas.

Una segunda pregunta relacionada con el problema anterior es dónde se forman y buscan cuadros para participar en la política, problema recurrente en la derecha de la que Longueira es un noble representante. Decíamos que las habilidades requeridas para gobernar en todos los niveles del Estado son particulares, no reducibles ni a lo social ni a la técnica. Por eso, aprender a hacer política exige gastar tiempo practicándola; de ahí que los políticos se vuelvan mejores —eso creemos— con el tiempo. Si se piensa en ella como algo necesario pero temporal (y sobre todo a la fuerza), esa posibilidad se cierra, tanto para la transmisión de saber como para la mantención de los proyectos. Basta ver el vacío generacional de la UDI en este respecto: de la generación original, solo se mantiene vigente Juan Antonio Coloma. El resto, todos fuera, por uno u otro motivo. Evelyn Matthei hoy no tiene pares generacionales con los que relacionarse. Más que generalísimos, esa campaña requiere de columna vertebral y orientación, algo que los años bien podrían proveer. El problema es más grave si consideramos que de la generación siguiente —Marcela Cubillos, Marcelo Forni, Darío Paya, Gonzalo Uriarte, Rodrigo Álvarez, entre otros— solo queda José Antonio Kast.

La concepción de la política como un trabajo temporal y casi obligado revela una contradicción en ciertos sectores de la derecha: pretenden conducir los destinos del país sin abrazar genuinamente el oficio que esto requiere ni reconocer su dignidad. Esta visión ha provocado una sangría de cuadros políticos experimentados que, como Longueira, ven su participación como un paréntesis en sus vidas y no como una vocación permanente. El resultado es una derecha debilitada institucionalmente, con proyectos discontinuos y sin el acervo que solo la experiencia puede proporcionar. Si no se revalora la política como un arte autónomo y e insustituible, seguiremos viendo gobiernos técnicamente competentes, pero políticamente frágiles, incapaces de responder a las complejidades de una sociedad que exige mucho más que administradores.


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