Muñecas y churros en la madrugada
El encanto de la feria de Reyes de la Gran Via se mantiene entre la nostalgia, lo pintoresco y el olor a aceite de freír


Eran cerca de las dos de la madrugada ya del día de Reyes y me encontraba entre una riada de gente, sin poder ir adelante ni atrás, detenido ante un mar de muñecas de todas las clases, tamaños y razas que parecían clamar desesperadamente extendiendo sus brazos de plástico: "¡Cómprame!".
Soy uno de los muchos que no pueden explicar qué diablos hacen año tras año en las concurridas paradas de juguetes de la tradicional feria de Reyes de la Gran Via barcelonesa la noche de la víspera de la llegada de sus Majestades. Desde hace tiempo ya no tengo hijos ni sobrinos ni ahijados, ni pariente alguno, en edad de regalarle juguetes, pero me sigue atrayendo como un agujero negro la feria. Somos muchos los que pensamos que el Via Crucis navideño no está completo sin ese remate final, sin sumergirse en una multitud nocturna que desfila aglomerándose ante los puestos con la mirada más perdida a medida que avanzan las horas y la atmósfera se torna más alucinógena. La cosa tiene algo de Abierto hasta el amanecer.
Hay gente que denuesta la feria tachándola de cutre, desvirtuada y trasnochada (!), y señalando que una buena parte de las casetas ofrecen juguetes de discutible manufactura y falsa franquicia, envueltos en un insoportable aroma oleoso de frankfurt y churrería, por no hablar de los precios disparatados de los elementos tradicionales como el carbón de azúcar, que haría rico a Dick Van Dyke, las monedas, que se dirían de oro, o los cigarrillos y las sardinas de chocolate pagadas a precio de caviar ruso. Pero qué quieren, a mí, y a otros quizá tan ingenuos o nostálgicos, que no tenemos nada que hacer allí, nos puede el reclamo de la memoria y volvemos, una y otra vez, en un eterno retorno eliadiano digno de estudio. En el camino hemos dejado a mentes más preclaras y espíritus más prácticos que ni a rastras se dejan llevar y arquean la ceja cuando se les sugiere el plan. Allá ellos.
Somos muchos los que pensamos que el Via Crucis navideño no está completo sin ese remate final. La cosa tiene algo de Abierto hasta el amanecer.
No para de sorprenderme que en un mercado semejante, que parece escapar a todo control de calidad y lógica (en el extremo, la feria de juguetes se disuelve en una oferta de artesanía variopinta, y me quedo corto), reine como lo hace lo políticamente correcto (si exceptuamos lo del carbón en zona de bajas emisiones). En vano buscará uno, como lo hice yo la otra noche, la clásica canana con revólveres de vaquero o el Winchester 73 de James Stewart, ya no digamos una pistola láser para parecer Flash Gordon o la metralleta del sargento Gorila. Me consoló que hubiera un puesto en el que te vendían bonitos yelmos de plástico con espadas del mismo material y escudos de madera que te permiten imaginarte Ivanhoe. Me compré un juego completo por si acaso chapan la caseta el año que viene y lo arrastré en una bolsa el resto de la noche pensando en la cara de los reyes de Oriente —supongo más partidarios de Saladino y Soleimani—, al ver en mi equipamiento el emblema templario.
Las horas transcurrieron hipnóticamente entre el sonido de la campana de Escribà contabilizando tortells y la visión de tantos coches que devoraban juguetes por sus puertas y maleteros para las decenas de empresas solidarias de la noche. Tras pasar por dos de mis puestos favoritos, el de los clicks de Famobil costumizados y el de ropa de segunda mano de muñecas (la ropa interior en bolsitas de celofán haría las delicias de Lewis Carroll), acabé como suelo en el concurrido Re-Read de Gran Via, donde me hice por unas pocas monedas con una rara edición de El troquel, de Lawrence de Arabia, con traducción de Victoria Ocampo (Alianza, 1975) y el fabuloso volumen El libro de oro de la aventura en el mar, de Singer y Sherrod (Luis de Caralt, 1964), que incluye un capítulo sobre el misterio del Mary Celeste. A ver si uno va a dejar de ir a la Gran Via, y de creer en los Reyes...
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