Del vermut al cielo
Cada semana, una foto de algún rincón de Madrid

El Madrid tabernario tiene su orgullo. El serrín y las cáscaras que inundan los suelos de algunas tascas, quedan debidamente contrarrestados por la dignidad de un pertinente olimpo de garitos. Como este de Ángel Sierra, en Chueca. Vermut de grifo con frescos en el techo. Botellas añejas provistas de capa de polvo y en fila, para envolver la penumbra donde reposan sus licores, iluminados por una lámpara de postín. Los oleos se compenetran con los cristales. La mitología y sus coros de ángeles acogen los sorbos de la clientela en una ilusión amable que se prolonga entre la alegría de la plaza. Tuvieron buen gusto aquellos visionarios que otorgaron a los bares su categoría de capillas sixtinas. Vale oro un decorado con estirpe en mitad de las invasiones armadas de metacrilato.
En Ángel Sierra, como en Antonio Sánchez, por Lavapiés, lo mismo que en el bendito aire perfumado de jerez que sirven en la Venencia (calle Echegaray), las paredes son magma, los barriles contornos preñados de historia, las mesas y las barras, testigos de excesos, alianzas, soledades, motines y reyertas. Deberíamos dar gracias por su vigencia contracorriente e incluirlas en los planes de estudios. No abandonarlas jamás. Por la dignidad de su aguante. Por el orgullo de no haber sucumbido a la voracidad homogénea de las insoportables franquicias, combatidas a base de vermut, palo cortado, cerveza, vino, aceitunas, mejillones, queso añejo, jamón y patatas fritas. Estas tabernas son un símbolo de resistencia. El paradigma de una forma de vida. La arquitectura líquida de un carácter.
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