El magisterio sereno
El mítico artista octogenario llena el Nuevo Apolo con una lección de amor y compromiso hacia la “Vieja escuela”


John Mayall es una institución absoluta del blues y la guitarra eléctrica del siglo XX, pero nunca ha querido limitarse a ejercer el legítimo papel de vieja gloria. Qué va. El hombre de níveas ondulaciones que anoche nos contemplaba con ojos vivarachos, a sus 83 años, desde el escenario del Nuevo Apolo podría habernos amenizado con historias esenciales sobre la música popular del último medio siglo (Clapton, Peter Green, Mick Taylor), pero prefirió hablarnos de su nuevo disco, Talk about that, que ha tenido a bien entregarnos hace apenas un par de semanas. Hace el número sesenta y tantos de su colección y no incluye sorpresas, pero a nadie se le ocurriría demandarlas. Mayall alentó la invasión británica y se enroló en la vieja escuela de Chicago, y en esas sigue: ejerciendo un magisterio sereno, venerable y tan carente de sobresaltos como admirable en su vivacidad.
Tras la reciente deserción del guitarrista Rocky Athas, el maestro de Cheshire dispone de una artillería quizá demasiado exigua. Al rubio bajista Greb Rzab y el batería negro Jay Davenport, ambos curtidos en la próspera cantera de Chicago, los presenta Mayall como “mi pequeña orquesta”, síntoma de que el propio jefe de filas teme por la escasez de efectivos. Y el arranque, You know that you love me, resultó efectivamente desangelado, con el británico tan incómodo ante su pequeño órgano Hammond que parecía apurado por tocar y cantar a la vez. El resto del concierto prefirió situarse frente al Roland, un teclado más agradecido de primeras. Las chuletas con las letras figuraban junto a ambos instrumentos, así que eso no fue problema.
Mayall nunca fue un vocalista rutilante, sino solo correcto, y a estas alturas las filigranas sobre las teclas blancas y negras ya no inducen al vértigo. Pero exhibe la legitimidad de lo verdadero, la autenticidad de esos desarrollos extensos y generosos que, como en It’s hard going up, una de sus nuevas composiciones, permanecen ajenos a la prisa. Y emociona cuando en Walking on sunset empuña la guitarra por primera vez. Su mano derecha aparenta una cierta indecisión, pero no es así: los dedos acumulan tantos trienios de sabiduría y servicio que trastabillan por el mástil como quien se diera un paseo a orillas del mar.
El teatro, repleto como en las grandes ocasiones, asistió a un recital prolífico y elocuente, con escalas en los viejos amigos (Help me, baby, help me, de Sonny Boy Williamson) y en clásicos como Early in the morning, de mensaje elocuente. “Es tempranito por la mañana y no tengo nada más que el blues”, sollozaba John Mayall a modo de proclama (o soflama) leve, acompañada por un solo a media voz que se convirtió en uno de los momentos más jaleados de la noche. Su camisa abierta con estampados blanquinegros y esos dos grandes collares sobre la pechera pudiera sugerir el atuendo de un turista despreocupado, pero Mayall es un octogenario comprometido. Un hombre que ama su trabajo y no desfallece en dos horas de entrega. Todo un ejemplo. Todo un motivo de envidia.
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