Yo nací en 1959
Tenemos felizmente una democracia inorgánica sin cabeza
“Yo nací (perdonadme) / en la edad de la pérgola y el tenis”, cantaba Jaime Gil de Biedma en versos mil veces repetidos. Era hacia 1959: cuando el rock parecía ya palidecer; cuando salía de la factoría inglesa el primer Mini, un coche popular y luego pop. Nací cuando el gran Partido Comunista de España decretaba la Huelga Nacional Pacífica como instrumento de lucha antifranquista. Todo estaba al revés o funcionaba de chiripa. Yo, de hecho, nací de milagro.
Nací cuando se inauguraba el Valle de los Caídos, ese pudridero que ideara el Caudillo para darse cristiana sepultura y para repartir hostias entre los feligreses. En el acto fundacional, el maestro de ceremonias fue, en efecto, Francisco Franco, un dictador algo achacoso por aquellas fechas, pero con todo el encono bien vivo: él estaba en carne viva. De hecho, es lo que le daba energía: el rencor. No se metía en política, decía. Se aturdía con odio, con altas dosis de aborrecimiento.
Nací cuando el mundo vivía la pugna bipolar, atómica: un planeta en el que la paz era imposible y la guerra improbable, según apostillaba Raymond Aron. La carrera espacial estaba comenzando tras el lanzamiento del Sputnik, una liza entre astronautas y cosmonautas, entre americanos y soviéticos. ¿Y España? ¿Qué hacía España? Este país (perdonadme) estaba fuera de sitio, fuera de órbita.
Nací cuando el twist comenzaba a imponerse entre los jóvenes americanos (según contamos Alejandro Lillo y yo en nuestro libro digital Young Americans. La cultura del rock). Siendo un muchachito de cuatro años me recuerdo moviéndome e imitando a mis mayores, deseosos de rozarse. Los adultos se agitaban con anhelo, inspeccionados por agentes de la Santa Madre Iglesia. Por entonces, el Régimen permanecía incorrupto y los españoles apenas jadeaban. Ya me entienden.
Hoy, el Mini ya no es un coche británico; es, por el contrario, un vehículo alemán de grandes dimensiones, un carro chic y de tamaño creciente: apenas cuenta en el mercado del orgullo inglés, tan achicado. El Partido Comunista de España es ahora una organización pequeña, prácticamente irrelevante, sin aura, en el mercado político. Y el dictador, siempre tan sañudo, ya está en el firmamento: tras haber ganado su carrera espacial, Francisco llegó allí, a los cielos, con el ánimo de organizar la vida como un campamento. Dios aún se está lamentando.
Actualmente disponemos de AVE, de televisiones de plasma y de pantallas de cristal líquido: vaya, que nos chorrea la tecnología. Tenemos ordenadores y smartphones. ¿Para qué? Para hablar, para comunicarnos. Contamos también con un presidente español prácticamente mudo e irrelevante. Sigue el consejo del Generalísimo: apenas se mete en política. No se le conocen vicios ni pecados. A Alberto, sí.
Tenemos felizmente una democracia inorgánica sin cabeza: una democracia sin cuerpo, defectuosa, con órganos malsanos, pero nos vamos apañando con un monarca insignificante o fulero, según Pilar Urbano. Otros, sin embargo, no se arreglan: se afanan a lo grande. Son los dueños del capital y del caletre. Mientras, qué quieren, yo estoy perdiendo la cabeza. Tengo anatomía, pero me falta cerebro.
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