El baile innegociable
Crystal Fighters hace danzar a más de 800 personas en la sala But con un pop electrónico ligero


Los promotores que se preguntaran dónde estaba el público veinteañero en los conciertos de Madrid disponen desde anoche de la respuesta correcta: fundiendo todo el papel con Crystal Fighters. Hay algo de mágico en que este sexteto correoso, festivo y bullanguero pulverice las entradas de tres noches en la sala But, lo que equivale a unos 2.500 devotos del baile más catártico y desaforado. Puede que este sexteto no descubra ningún secreto ignoto de la música contemporánea ni se rija por las normas de la más pulcra excelencia, pero incita a una producción colectiva de adrenalina como resulta difícil de experimentar en una sala de conciertos. Hacen rimar jipi con tripi, se consagran a un salto colectivo implacable e invitan a dejarse llevar y perder la cabeza. Le sucedió a mitad de concierto a un espontáneo que se subió a bailar al escenario con gesto de poseso: los dos vigilantes de seguridad que le desalojaron tuvieron que ganarse el sueldo a conciencia.
Entre tanta lisergia y amor por la naturaleza, se hace complicado distinguir con nitidez lo que acontece sobre el escenario. Crystal Fighters receta un pop electrónico ligero y salpicado de elementos tribales, pero el mogollón resultante es tan enfervorizado y colosal que resulta difícil determinar si el grupo tiene sus limitaciones o se mimetiza en el barullo colectivo. La ancestral txalaparta vasca (esos dos tablones alargados que se golpean en pareja) constituye un elemento más icónico que efectivo, al igual que ese ukelele que no acertamos a escuchar con nitidez hasta You and I, un tema para la estimulación fulminante.
Por lo demás, todo constituye un desmadre disparatado desde sus planteamientos iniciales. El guitarrista, Graham Dickson, comparece ya descamisado para no tener que sudar a mares cualquier prenda desde el primer minuto. Pero nada como la parafernalia escénica del cantante, Sebastián Pringle: descalzo, ataviado con gafas rojas, blusa de lentejuelas, el pelo recogido en moño y una especie de delantal anudado a la cintura. Podría ejercer de avispado líder del 15-M o convertirse en uno de esos personajes callejeros ante el que el común de los viandantes, cautelarmente, se cambia de acera. Como jefe de filas, en cualquier caso, se erige en un implacable agitador. Desde I love London hasta Waves, todo su discurso gira en torno a la innegociabilidad del baile. Y así, a lo largo de ochenta minutos sin desmayo, tan extenuantes como una sesión triple de pilates.
¿Irrelevantes? Musicalmente, puede que sí. Pero Crystal Fighters esgrimen un argumento mucho más inmediato: puesto que el futuro es un elemento asquerosamente volátil, olvidémonos de él y disfrutemos del maldito presente. Hasta las últimas consecuencias. Y hasta la última gota de sudor.
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