Con sangre y sin arena
La aventura de Salvador Távora como coreógrafo es un sonoro fracaso

La aventura de Salvador Távora como coreógrafo, o más modestamente expresado, regiduría de movimiento escénico ritmado, es un sonoro fracaso, tanto desde lo conceptual como desde lo plástico. El producto resulta baldío y tópico, cuesta encontrar la vitalidad que antaño exhibía este afamado director, que ha creado un estilo y lo ha explotado hasta la saciedad. La Cuadra tuvo su fama y giró el mundo con su visión de rompe y rasga, donde no había miedo ni a los volantes ni a las castañuelas, ni a las bandas de música ni a las procesiones.
El principal atractivo era de nuevo el caballo y el toro, un enfrentamiento que debe ser romance o algo así, no queda claro. El primero sale unos escasos minutos y el segundo está disecado y empalado a una grúa para sugerir un mecanismo de ascensión y martirologio desproporcionado.
MEMORIAS DE UN CABALLO ANDALUZ
Compañía La Cuadra. Creación y realización: Salvador Távora; vestuario: Carmen de Giles; luces: Claude Corval y Fernando Merino. Teatros del Canal. Hasta el 27 de enero.
En Memorias de un caballo… están presentes todas las claves que en su día fueron hallazgos reseñables y que hasta conforman un ideario, si bien discutible, de lo andaluz según Távora. Pero ahora todo es presentado de manera amateur, con pobreza menos que doméstica, de retales sin concierto. ¿Tiene sentido esa exploración cerrada, donde no hay más que obcecarse con el tono?
Nacho Gómez baila poco, pero cuando habla, empeora la situación hasta un embarazo insostenible; va de lucir músculo mal repartido y suelta dos sermones, a cual más cursi y fuera de lugar. El del principio es de sonrojo por su didactismo escolar y el segundo por sus pretensiones políticas.
La amplificación, feroz y metálica, hace parecer al piano otra cosa, e igualmente se deforma el zapateado, la guitarra y el violín huérfano que no viene a cuento. Antes las obras de Távora eran suntuosas, ahora está en lo del montaje económico que marcan estos tiempos. La escenografía resulta un juego de simetría (que llega hasta el movimiento ritualizado y los bailes) muy forzada, siempre recurrente.
Tampoco se aclara lo del toro-hombre-mujer, y parece ser intencional lo de dejar en el aire la denuncia por el sufrimiento del animal. Hay una escena que puede salvarse, la que alude al periodo rosa de Pablo Picasso con el arlequín. Lo que no se pueden mirar para conservar la compostura son a las dos señoras con tutú, simulando bailarinas clásicas.
La muy exagerada carga reivindicativa, arco tenso y extremado que va del regionalismo a ultranza hasta lo ideológico, resta credibilidad. El caballo Cascanueces trota a compás mientras suena una versión criminal de Paquito el Chocolatero (reverenciado pasodoble torero que sigue generando la cifra más alta de recaudación por derechos de autor). Resulta casi un pretexto.
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