Una simpática anacronía


A Billy Idol nunca nos lo tomamos demasiado en serio, ni siquiera en sus años de gloria. Hijo arquetípico de aquellos años ochenta de melenas cardadas, parafernalia catódica y neones desaforados, nunca pareció un punki sino un rubiales disfrazado de punki: un chico de la calle convertido en parodia de sí mismo. Tres décadas después, en la primera visita del británico por estos andurriales, el tiempo permite corregir excesos a unos y practicar la indulgencia a otros. Sigue existiendo holgado margen para la posturita, para que Idol alce sus puños con tachuelas y su guitarrista, Steve Stevens, ejecute los solos con el instrumento al cuello.
Pero también hay canciones muy dignas, sobre todo las del catálogo de Generation X. Billy aún ejerce el narcisismo: tan pronto luce una camiseta con su propio rostro como se despoja de ella para mostrarnos su cincelado torso (enhorabuena) de hombre a cuatro años de los 60. Pero su repertorio de siempre ha ganado en dureza y suena más verosímil, menos acartonado. La fiesta arranca con Ready, steady, go (heavy de manual) y aborda enseguida aquella divertida oda onanista que era Dancing with myself.
A partir de ahí se alternan los momentos blandurrios (Sweet sixteen) y las afinaciones indescrifrables (Too far to fall) con descargas muy vigorosas: la versión de L.A. woman alborota a los 1.500 rockeros congregados en La Riviera y uno de los nuevos temas, Kings and queens of the underground, convence. “Me siento muy sexual”, murmura el rubio.
Idol es víctima del tópico cuando consiente esos solos de Stevens o el batería, invitaciones al bostezo. Pero acaba cayendo simpático por tanta legítima anacronía. Seguimos sin creérnoslo del todo, sí, pero asumimos su pedigrí callejero. Y agradeceríamos que nos facilitara la dirección de su gimnasio.
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