Una fiesta antipática
"No es lo mismo que la calle esté ocupada por niños unos días que por inmensas carpas que se apropian del espacio público durante medio mes"
Las Fallas son una fiesta popular que tenía cosas fantásticas. Aunque en el fondo los seres humanos tendemos a parecernos cuando nos juntamos para pasárnoslo bien, el hecho de que la excusa para hacerlo tenga que ver con ciertos valores artísticos y con la exaltación de la sátira y la crítica al poder es algo, sin duda, particularmente sano. Además, las Fallas han tenido siempre un componente horizontal muy especial. La fiesta invade todos los barrios de la ciudad, no sólo algunas zonas, y ocupa la calle, que por unos días es lugar de encuentro, de paseo, de disfrute… arrinconando coches y todo lo que se ponga por delante. Obviamente, esta ocupación festiva de la ciudad genera molestias, pero bienvenidas sean si por unos días los niños pueden jugar en la calle tranquilamente mientras los demás nos tomamos una xocolata amb bunyols o los vecinos del barrio se reúnen para hacer paellas o una torrà.
Tristemente la inmensa mayoría de los ciudadanos de la ciudad de Valencia, con toda la razón, hace mucho que hemos dejado de percibir las Fallas con simpatía. Porque no es lo mismo que la calle esté ocupada por niños unos días que por inmensas carpas que se apropian del espacio público durante medio mes. Nada tiene que ver que el bar de toda la vida saque unas mesas y sillas en el chaflán para aprovechar el incipiente buen tiempo en plan festivo con que miles de churrerías y chiringuitos venidos de no se sabe dónde ocupen industrialmente nuestras calles. Y, por supuesto, mucha gente en vela hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, día tras día, percibe con cabreo la diferencia entre que los vecinos se reúnan debajo de tu ventana a cenar al aire libre unes xulletes y que lo hagan cuatro descerebrados, con equipos de sonido propios de campos de fútbol, en verbenas que se prolongan de madrugada o, simplemente, como amenizadores musicales de esas horrendas carpas que martirizan a tantos vecinos.
El denominador común de todos estos excesos que han convertido las Fallas en la fiesta antipática por excelencia (Valencia tiene el honor de ser la ciudad que obliga a un mayor éxodo de sus vecinos en fiestas) es la tolerancia municipal que lleva años dando carta blanca a unos pocos para que se apropien de la fiesta, de la vía pública, de la convivencia… en su propio beneficio. A nadie se le escapan las implicaciones económicas de todas las derivas señaladas. Para que a unos pocos la fiesta les salga más barata se tortura a todos los demás.
A cambio de esta laxitud el Ayuntamiento ha venido recibiendo el apoyo incondicional del colectivo fallero-borroka para convertir una fiesta que era horizontal y de barrio en la más jerarquizada del mundo (la estructura y funciones de la Junta Central Fallera, como su nombre indica, son propias de una organización militar) y transformar una supuesta festividad en torno a la sátira y a la crítica en exaltación de la Autoridad Municipal, simbolizada por su mayestática presidencia de todo tipo de actos que se le concede bajo la protección, como hemos visto estos días, de cortes de honor y ofrendas religiosas varias. Unos vestigios de otra época sorprendentemente devenidos intocables a pesar de su evidente simbología respecto del papel de la mujer en nuestra sociedad y de su obvia contradicción con el espíritu pagano, festivo y crítico de una fiesta popular.
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