Warhol y Pollock no fueron enemigos: una muestra en el Thyssen relee la historia de la pintura del siglo XX
En una ambiciosa exposición, el Thyssen cuestiona la confrontación entre la abstracción viril e instintiva de Pollock y la figuración gélida y emasculada del pop encarnado por Warhol


En 1962 un Andy Warhol que hacía sus primeros pinitos como artista “serio” pintó dos grandes botellas de Coca-Cola en sendos lienzos enormes. Uno conservaba al margen brochazos y gestos que recordaban a los de la generación anterior: los pintores del Expresionismo abstracto y su gran capitán, Jackson Pollock. En el otro la botella lucía como una especie de tótem mudo y hierático, sin rastro de la mano del artista. Durante un tiempo Warhol los colgó juntos en su estudio y se dedicó a preguntar a las visitas: ¿Cuál preferían? ¿La que mostraba las huellas del trabajo y los tormentos de un pintor como dios manda, o la que aparecía purificada de rituales y residuos románticos? Por supuesto, ganó la segunda, y el resto es historia del arte del siglo XX.
La botella expresionista, prestada por el Museo Warhol de Pittsburgh, luce en la segunda sala del Thyssen tras una introducción de Pollocks soberbios: la comisaria Estrella de Diego, elige situarla allí como bisagra y puente entre la tradición expresionista y el pop que según los manuales de historia llegó para barrerla y hacer tabula rasa. Y lo hace precisamente para cuestionar esa confrontación: entre la abstracción masculina, instintiva y “con dos pelotas” que encarnaba Pollock y la figuración gélida, sibilina y emasculada del pop de Warhol y su generación.
Porque ese relato enfrentado es socorrido y fácil de contar, pero deja fuera demasiados matices y contradicciones. De Diego ha dedicado muchos años de trabajo justamente a ponerlos de relieve: justo Anagrama reedita ahora Tristísimo Warhol, el imprescindible ensayo seminal que publicó hace veinticinco años y donde ya esbozaba algunas de las tesis que luego ha ido plasmando con brillantez en exposiciones tan ambiciosas como Warhol sobre Warhol, en La Casa Encendida en 2007.

Ahora da otra vuelta de tuerca al asunto de toda una vida en el Thyssen y arma pequeñas emboscadas, atajos, driblajes y diálogos formales elocuentísimos para ayudar a mirar de nuevo y repensar el cuento cansado de la pintura del XX. Uno de los más potentes presenta por un lado un friso monumental de un Pollock en plena madurez (Número 27, 1950): realizado con la técnica del dripping o chorreo directo de hilos de pintura desde el bote y sobre el lienzo extendido en el suelo, pintado en apariencia en trance y “desde el inconsciente”, como decía Pollock (imposible no tener en mente las fotos y el cortometraje famosos de Hans Namuth), pero que revela también una cuidadosa reflexión previa, una compartimentación del espacio en planos de profundidad, un ritmo calculado para evocar y sugerir la tradicional y sacrosanta superposición de figuras y fondos. Por otro, otro friso soberbio de Warhol, Hilos (1983), que lleva a escala pollockiana sus experimentos serigráficos con hilos de diferentes colores sobreimpresionados en el lienzo y que es a la vez una figuración llevada a sus últimos extremos y una réplica a la supuesta abstracción de Pollock.
Y sobre ese chorreo eyaculatorio y literalmente seminal de Pollock también habría mucho que decir: es famosa la anécdota que lo presenta meando borracho en la chimenea encendida de Peggy Guggenheim para sorpresa y delicia de los demás invitados, y el soberbio Fosforescencia, de 1947, que fue de su gran mecenas y campeona, parece recordarlo. Pero no era tan machirulo como querían pintarlo el pintor que marcaba así de la manera más gráfica posible el territorio. El capitán del equipo de rugby, el dream team de la pintura estadounidense de posguerra, blanquísimo y heterísimo, escondía fragilidades e inseguridades que Warhol, el inmigrante checo feúcho, amanerado y tímido, adivinaba muy bien: están aquí sus diferentes series de Piss Paintings o pinturas de orina de los 60 y los 70 como réplica sardónica o compasiva a los chorretones incontinentes de Pollock, lluvias doradas muy distintas de las del dios Zeus fecundador al estilo del maestro; y es imposible no ver en el coche despanzurrado de su Desastre blanco I (1963) un eco de las fotos del descapotable que Pollock estampó borracho contra un árbol en 1956, justo a tiempo para morir joven y dejar un bonito cadáver.

Siniestro total: en aquel último gesto desmesurado Pollock se llevó por delante también la vida de la pasajera Edith Metzger y casi se carga también a su novia del momento, la pintora Ruth Kligman, pero en esta exposición Estrella de Diego entrega el volante a muchas artistas y las libera del eterno papel de copilotas dando conversación al conductor: están aquí las abstracciones poderosas de Lee Krasner, claro, injustamente eterna viuda pollockiana, pero también de Anne Ryan, Hedda Sterne, Helen Frankenthaler, Audrey Flack o Perle Fine; y un óleo temprano de Marisol Escobar, o Marisol a secas, la interesantísima artista venezolana que falta por reincorporar con nombre y apellido al canon del pop en los manuales de historia.
En el prólogo a la nueva edición de Tristísimo Warhol Estrella de Diego se recuerda recortando fascinada de niña fotos de Warhol de las revistas extranjeras que llegaban a la casa familiar, y creyendo, con la intuición certera de los niños, que se trataba de un actor. En el epílogo sobrecogedor del Thyssen, las imágenes casi abstractas de la serie Sombras (1978-1979) de Warhol, de una intensidad casi elegíaca que casa poco con su aura frívola y mordaz, dialogan de forma inesperada y reconciliada con el Rothko Verde sobre morado verde de 1961 de la propia colección Thyssen. De nuevo un cortocircuito, y más que un cierre, una apertura hacia nuevas formas de mirar y releer las historias heredadas, fatigadas y mil veces repetidas del arte del siglo XX.
Warhol, Pollock y otros espacios americanos. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Hasta el 25 de enero de 2026.
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