Contarle la vida a un camarero cuando el bar va a cerrar: cómo se rodó ‘Un último vals’
El cineasta Fernando León de Aranoa desvela la idea y explica el proceso de grabación de un videoclip concebido para que Joaquín Sabina se despidiese celebrando la vida con sus compañeros de viaje

Se trataba de salir a bailar con él otra vez, la penúltima. Él decía que sería su último videoclip y yo no quería perdérmelo. Así que preparé dos, tres ideas, y nos quedamos con esta, la más sencilla, la más compleja. Recuerdo haberlas compartido antes con Leiva en un restaurante. Leiva hace que las cosas pasen; el ímpetu que tú le transmitas te lo devuelve multiplicado por diez, sin intereses. Es difícil sustraerse a su entusiasmo sin condiciones, su predisposición a embarcarse en empresas de dudoso éxito le convierte en el cómplice ideal de todos los crímenes. Su implicación fue aquí, otra vez, esencial. Tanta, que se vino conmigo a contarle a Joaquín la idea.
Se trata de sentarse a una barra a tu lado, Joaquín; de escucharte cantar este vals, que tanto tiene de confesión, de última vez, de inventario. Y de que, como en tantas películas, te sinceres con un barman aburrido, de chaleco negro y pajarita, con ganas de irse a casa. ¿Cuándo? A esa hora maldita en que los bares a punto están de cerrar. Como los Nighthawks del cuadro de Hopper; con la misma desesperación con la que Stacy Keach busca al final de Fat City a alguien que le escuche detrás de cualquier barra, conjurando la soledad de los bares.
Se trataba por tanto de que le cantara su canción a nadie. De que la escena comenzara como un soliloquio machadiano ante la platea vacía del bar, converso con el hombre que siempre va conmigo, y terminara como una celebración, que eso es también, a fin de cuentas, su canción: un reconocimiento, una declaración de amor. Un homenaje a esa persona que está donde hay que estar, cuando hay que estar.

Se trataba también de visualizarlo, de transformar en imágenes su emoción y su sentido; de estar, de acompañarle. Y eso hicimos: hace caja el camarero, crucigramas la mujer del guardarropa, mientras entran uno a uno, como un goteo, amigos, músicos, familiares; poetas, escritores y un torero, y se acomodan en la barra, a escucharle en silencio. Compañeros de viaje, cómplices necesarios, en muchos casos maestros, que vienen a presentar sus respetos a otro maestro.
Aquí es cuando me acordé de aquella cena en aquel restaurante, con Leiva. Y de por qué esta era la idea más simple y a la vez la más compleja: ¿cuántas posibilidades hay de que consigamos reunir el mismo día, en el mismo bar, a todos ellos? A escasos días del rodaje, las casas de apuestas no daban un euro por mí.
Pero decía Joaquín que este iba a ser su último vals, así que todos quisieron venir a bailar con él. Se aplazaron compromisos, se cambiaron agendas, se adelantaron vuelos. Joan Manuel Serrat, Benjamín Prado, Juan Gabriel Vásquez, Luis García Montero. El propio Leiva y José Tomás, Ricardo Darín, entre función y función de la obra que presentaba en Madrid esos días. Calamaro, Drexler, Ariel Rot, Alejo Stivel. Su banda, claro, con Antonio García de Diego al frente, que se sentó al piano. Y Javier Krahe al fondo de la barra: un momento privado entre ellos, casi secreto. En realidad, un recuerdo.
Y periodistas, amigos, editores. Y su familia. El rodaje registra a menudo la primera reacción a la canción, ese instante de revelación: tratamos de que la escucharan por primera vez con las cámaras ya grabando.
Porque se trataba de bailar, sí, pero de bailar en grupo; de rodearle de gente querida, que ese era en realidad el único requisito, el más importante. Y se nos llenó el bar.
Que es el bar de sus canciones: un bar grande, elegante, un bar de barra ancha y luz baja, de taburetes altos y amores eternos, de un día. Un bar donde se conversa, se bebe, se besa; donde se celebra, al fin, la vida. Esa fue la única consigna para buscar el lugar: rodar en un bar “de canción de Sabina”.
Y nos dieron las diez, y las once. Se trataba de que la música siga, de que el cantante no calle, de seguir bailando
Abrirlo resultó más fácil que cerrarlo: nadie se quería ir. La reunión se transformó en una celebración de Joaquín, de su amistad, de su arte. De sus buenas compañías. Todos quisieron estar, también mi equipo: nunca me habían dicho tantas veces “yo hubiera matado por participar en ese rodaje”.
Y nos dieron las diez, y las once. Se trataba de que la música siga, de que el cantante no calle, de seguir bailando; de que nos siga reuniendo en los bares, alrededor de la hoguera de sus canciones.
Se trataba, al fin, de ir a un bar.
Solo espero no encontrarme cuando vuelva, en su lugar, una sucursal del Banco Hispano Americano.
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