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Arte
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El Prado redescubre a Veronese en una muestra que revela su complejidad oculta

El museo dedica una gran exposición al maestro que desmiente su reputación en la historiografía oficial y lo reivindica como figura clave en la evolución de la pintura europea

'La cena en casa de San Simón' (1556-60), de Paolo Veronese, procedente de los Museos Reales de Turín y expuesto ahora en el Prado.

Mientras lo estuvimos llamando “Veronés”, era un pintor —uno de los grandes, desde luego— aunque algo difuminado entre las otras personalidades, más estridentes y ruidosas, de Tiziano o de Tintoretto, cuyas siluetas de recortaban con más nitidez al contraluz de aquella época, ya de por sí una cima histórica. Con esta magnífica exposición dedicada ahora a Paolo Veronese (1528-1588) concluye el recorrido de casi 20 años (los Basanno, Tiziano, Tintoretto…) con el que el Museo del Prado ha descrito la línea troncal de la colección veneciana de los Austrias que anima su propia identidad de museo y, de paso, la genealogía más ilustre de la pintura española.

Pero esa condición específicamente pratense no es lo que más importa. Las interdependencias entre las diversas secciones de la muestra tienen la virtud de plantarnos ante un pintor muy diferente, en gran medida redescubierto. Por un lado, está su difícil cronología, los maestros (Rafael o el Parmigianino) cuyos ecos recoge el joven pintor que forja su estilo, y están los discípulos (Rubens) imposibles más tarde sin su influencia.

Por otro, está la recreación de su proceso de trabajo y el del taller, que debieron de ser trepidantes, al menos desde que los encargos venecianos se hicieron abrumadores. Y está la crucial implicación de la arquitectura, el teatro en el que se hacía realidad la ficción celeste de la pintura, superior a la verdad de la vida. De hecho, en la sala principal, la arquitectura sirve, sobre todo, para acusar el contraste entre la serenidad escénica de Veronese y la abismada perspectiva de Tintoretto, sobre la que cualquier elemento parece desperdigado. Y está, finalmente, el dramático pintor en que se convirtió al cabo de su vida quien había sido antaño el artista más jubiloso del Renacimiento. Quiero decir que todo esto contradice aquella visión, casi espontánea, de un pintor que se agotaba en su papel de hilo musical de época.

Nacido en Verona en una familia de canteros y familiarizado desde niño con las edificaciones, el joven Paolo llegó muy joven a Venecia, después de trabajar en Roma y en otras ciudades del norte. Verona, entonces, caía bajo la jurisdicción de Venecia, el emporio mediterráneo del comercio, la política y el arte —y la exhibición de su magnificencia—. No batalló como otros con las uñas y los dientes; desplegó una irresistible habilidad social entre los grandes, del tipo de los Gonzaga. Sirvió, en la bandeja más resplandeciente y suntuosa, a sus demandas de refinamiento y de alegría de vivir.

Fue celebrado unánimemente, no despertó desavenencias. Vasari le dedicó un capítulo en las Vidas. De él bebieron El Greco, Rubens, Van Dyck y desde luego Velázquez, quien compró algunas de sus obras maestras para el lúgubre alcázar del que Felipe IV quería hacer un palacio italiano, entre ellos, el extraordinario Venus y Adonis —el temblor de la luz filtrada entre las hojas...—. En el Prado se pueden ver cualquier día el pequeño Moisés salvado de las aguas o la imponente Disputa de Jesús con los doctores... Pero otras obras maestras llegan ahora desde más lejos: de Turín, La cena en casa de San Simón, y de Edimburgo el encantador Marte, Venus y Cupido; de la Borghese, La predicación de San Juan Bautista, una extraña escena hecha con nada, a punto de quedar disuelta en el charco de las imprimaciones.

Vista de una de las salas del Museo del Prado que acoge las obras de Paolo Veronese.

Una cierta mirada moderna posterior al Romanticismo, a grandes rasgos, se aferró a la personalidad de los artistas y buscó en la gestualidad sus huellas más idiosincráticas, la rúbrica del estilo. La apresurada narración histórica fue hilvanada, así como una epopeya de héroes diferenciales y casi incomunicados. A las melodías apacibles y a los compases equilibrados se les supuso falta de profundidad, de personalidad. Pero hay que fijarse mejor. Vemos figuras al abrigo de una sombra coloreada (El martirio de San Mena) que abre el camino a las de Velázquez; bizarrías tan retorcidas como las del Cupido entre dos perros, de Múnich; arboledas y ensenadas de miniaturista que prefiguran a Watteau; abismos visionarios, como el del San Antonio predicando, que hubiese querido para sí, no sé, Arnold Böcklin…

En varios de sus Salones, Baudelaire constató lo que Delacroix le debía. El deseo de Cézanne de pintar cuadros “como los de los museos” se refería, sobre todo, a Veronese, de quien su madre le dijo que debía aprender. Para Bernard Berenson, Paolo Caliari era todavía superior a Tiziano y Tintoretto. Sin embargo, un día, de pronto, ese renombre como faro del futuro —“pintor de pintores”, se ha dicho— se desvaneció coincidiendo con el esquematismo de la popularización cultural y con las derivaciones de la historia formalista.

Entre sus desmentidos, esta exposición nos ofrece el de un pintor superficial y homogéneo, en gran parte resultado de su consideración, casi exclusiva, como autor de las colosales bodas o cenas del Louvre o de Turín, verdaderas gestas técnicas demasiado apoteósicas para una subjetividad más lírica, por decirlo así.

Por el contrario, descubrimos aquí a un artista inesperadamente diverso: está, sí, el luminoso pintor del día soleado —“Tintoretto (verano), Veronés (primavera)”, que decía Alberti en su tratado—, pero también otro barroco y truculento, y otro prácticamente rococó. Al final, tras la terrible peste de 1575 y la represión herética que siguió a Trento, hay un pintor que ha renunciado a la fiesta tras las balaustradas y a la audacia colorista, y se ha replegado en unos lienzos aflictivos y patéticos, como el florentino Moisés ante la zarza ardiente. Fue a partir de entonces cuando Venecia construyó, en una imagen retrospectiva de lo perdido, la leyenda que buscaron los poetas: Byron y James, Proust y Thomas Mann. En su versión más clásica, esa imagen es de Veronese. Murió antes de cumplir los 60 años. Fue otro del que llamábamos “Veronés”. Fue muchos en uno, y en cada uno de ellos fue siempre inconfundible, eso es lo misterioso.

‘Paolo Veronese’. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 21 de septiembre.

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