Ir al contenido
_
_
_
_
Tribuna libre
Crónica
Texto informativo con interpretación

Las Cruces de Mayo y el valor de una flor

Córdoba es ese lugar donde se aprende que una tradición milenaria, engalanar los rincones de vegetación dispuesta a dejarse oler se puede transformar rápidamente

Flores en un patio de Córdoba, en mayo de 2024.
Azahara Palomeque

Este año hemos tenido primavera y, desde la ciudad de las flores, que fue cerrando sus patios al turismo y apagando las luces de la feria, se siente un aliento que va del azahar al jazmín, pasando por la dama de noche. Yo, que nunca he querido ramos por San Valentín ni me han gustado especialmente los de novia, comencé a apreciar la simbología de la flor con las gitanillas que mi abuela cuidó meticulosamente a lo largo de la vida hasta que su esqueleto cedió a la edad y se le encogió en forma de semilla. El día que descubrí el balcón despojado de macetas supe que su reloj marcaba el fin de los tiempos, y el mío la convertía en brújula.

Córdoba es ese lugar donde se aprende que una tradición milenaria, engalanar los rincones de vegetación dispuesta a dejarse oler y frutecer —como los naranjos de la Mezquita—, se puede transformar rápidamente en reclamo para turistas y desvirtuar como todo lo bello. Me cuesta creer que exista otro enclave en que el colorido de los pétalos cubra más superficie y haya configurado tantas biografías: en cada esquina, una floristería (no cierran, no decaen), más que librerías, pero hasta el encanto se agota cuando se somete a la transacción económica y se exagera: los geranios de plástico cuelgan de barandales y fachadas destinadas al placer guiri, pétalos-petróleo, como los que me enganché en el moño al colocarme el traje de flamenca. Los miro y pienso: otro germinar es posible, mientras recuerdo los esfuerzos ecologistas por preservar a las menos agraciadas, amarillentas cabezas de jaramagos y margaritas salvajes que crecen en los descampados o las cunetas.

Los vecinos de muchas ciudades han emprendido una batalla desigual contra las administraciones que podan las “malas hierbas” de los rincones en los que siempre debieron respirar. Drenan y limpian el agua de lluvia; constituyen una acogedora cama para la biodiversidad urbana que ya casi no tiene donde alimentarse. El biólogo británico Dave Goulson (Una historia con aguijón, 2022) ha dedicado años de estudio y activismo en salvar insectos polinizadores, como las abejas, y a menudo pide a la ciudadanía aumentar el número de flores en jardines particulares y alféizares, no precisamente para los visitantes humanos, sino para proteger a los bichos.

De Rachel Carson a Susan Griffin —la madre del ecofeminismo en Estados Unidos—, de la filósofa Marta Tafalla a las asociaciones que demandan resilvestrar los alcorques en vez de envasarlos al vacío con una sustancia alquitranada, la presencia de las flores ha adquirido connotaciones salvíficas a nivel terrenal donde antaño reinaba su naturaleza divina. Antes de que las Cruces de Mayo se transformasen en un botellón, conformaban una ofrenda floral a vírgenes y otros dioses destinados a mimar a los muertos, los mismos que admitían manojos de lirios, crisantemos y rosas para pudrirse acompasadamente, presas de un destino irrevocable.

Antes de que las Cruces de Mayo se transformasen en un botellón, conformaban una ofrenda floral a vírgenes

A veces, no nos morimos del todo: la anciana que vivía en la casa que yo ahora habito quiso regalarme cuatro jardineras repletas que plantó hace casi medio siglo su madre, temerosa la hija de que, con la mudanza, las criaturas de tallos trémulos acabaran por claudicar y, cada vez que las riego, el gesto confirma un amor por los ancestros tanto como nuestra amistad. Así que creo que hay una flor para cada tipo de afecto; que se puede amalgamar a la gente en torno a ellas, movilizar conciencias y reorien­tar la historia hacia recodos esperanzadores (véase la Revolución de los Claveles); y que, si no están hechas de combustibles fósiles, transmiten deseos: una noche, en la peña flamenca, un gitano me cortó una gardenia para que me la engarzase en el pelo.

En ocasiones, se deslizan sigilosamente hacia la poesía y, desde allí, agazapadas nos cuentan fragores terroríficos y néctares con los que elaborar antídotos ante el desastre. En ‘La flor y la náusea’, el famoso poema de Carlos Drummond de Andrade publicado en las postrimerías de la II Guerra Mundial dentro de la colección La Rosa del Pueblo, el escritor brasileño advierte que ese frágil ser vivo logró perforar el asfalto, contra todo pronóstico. Hay flores que residen en las rocas y las fragmentan, figuras débiles pero de fuertes voluntades capaces de tornar las grietas hogares y resistir los peores embistes, igual que también hay flores carnívoras o amuralladas de púas.

Ahora que se escuchan nuevamente ecos de lid y se palpan sus regueros luctuosos en los discursos que cierran la posibilidad de futuro, en los cuerpos mutilados de niños inocentes, en las vísceras propias y las ajenas, propongo retornar al oxígeno de una fotosíntesis como refugio y disenso. Acudirán cuantos insectos aún no hayan desfallecido, engendrarán la fruta con que nutrir la imaginación, y acunarán la memoria frente al robo. En un mundo que aún no haya perdido la cordura, deberían gobernar los pétalos al sol contra las armas volcadas a lo que sólo saben hacer; estambre y pistilo, las alas que no son drones sino vida.

Azahara Palomeque es escritora y doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es ‘Huracán de negras palomas’ (La Moderna).

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_