(E)moción de vacancia
El miércoles nadie pensaba en la destitución de Dina Boluarte, el jueves ya no era presidenta

En tanto politólogo peruano sufro una dolencia crónica: explicarle a un extranjero la política de mi país. Como en la vieja frase, todo lo sólido se desvaneció en el aire. Las categorías que suelen brindar puntos de apoyo para el análisis político —ideologías, partidos, instituciones, estrategias, actores— se desmigajaron hasta no significar nada. Una política vaciada de todo contenido. Las cosas más graves simplemente ocurren, nadie las planea y, menos aún, tiene capacidad de controlarlas. Se abisman como un alud sin cauce.
Es lo que ocurrió el jueves último. Dina Boluarte fue vacada en cuestión de horas. A mediodía nadie creía que el congreso la destituya. A las tres de la tarde había más de dos tercios del Legislativo a favor de la propuesta y a las cuatro se anticipaba una votación unánime contra la presidenta. Ocurrió. Sin más. No hizo falta ningún complot, traición ni florentina componenda. El miércoles nadie pensaba en esto, el jueves ya no era presidenta.
En el marco del vaciamiento político peruano, lo ocurrido se explica mucho más desde la psicología de la turba (congresal) que desde la ciencia política. Lo ocurrido se parece más a una estampida emocional que a un golpe de Estado, putsch o cualquier otro concepto tradicional.
A los “partidos” en el congreso no les convenía deshacerse de Dina Boluarte seis meses antes de las elecciones generales del 2026. En sus tres años de Presidencia lograron pasar un conjunto de leyes abocadas a destruir el Estado de derecho y la capacidad regulatoria del Estado. Y Boluarte jamás se opuso a esas iniciativas. A cambio, el congreso nunca la incomodó: rechazó siete iniciativas de vacancia previas y miró hacia el otro lado a cada escándalo que esta protagonizó. Boluarte y el congreso eran uña y mugre, un roto para un descosido. No los unió ni el amor ni el espanto, solamente las ganas de sobrevivir para depredar lo público.
Entre otras medidas destinadas a destruir el estado de derecho, el Legislativo y el Ejecutivo se aliaron para pasar normas que bloqueaban investigaciones por corrupción (y el decomiso de activos propios de la corrupción), destruyeron la posibilidad de la meritocracia en la escuela pública peruana, reinstauraron excepciones tributarias para sectores económicos con influencia, realizaron una amnistía general para militares y policías por crímenes de derechos humanos, impidieron decenas de investigaciones de diversa índole —incluidas las de corrupción de la propia Boluarte— y prosperaron las normas en favor de diversas economías criminales como la minería ilegal, el narcotráfico, la tala ilegal y hasta leyes en favor de la extorsión. Si el Estado en el Perú siempre había sido débil, en estos tres años se hizo cómplice. Ejecutivo y legislativo constituyeron un exitoso matrimonio por conveniencia criminal.
¿Por qué lo tiraron por la borda si podían seguir dedicados a la rapiña? Dos eventos registrados en video el miércoles desencadenaron el desplome. De un lado, en un concierto del grupo de cumbia Agua Marina —¡que se realizaba en una instalación militar! — alguien disparó una ráfaga de metralleta contra los músicos porque, al parecer, no habían pagado una extorsión. Agua Marina ha sido vocal respecto de la indefensión de los grupos musicales ante la proliferación de bandas de extorsionadores en el Perú. Los videos de la ráfaga contra los músicos despertaron indignación en el país.
Sin embargo, videos de ejecuciones y ejecutados por extorsión hay todos los días. Y en este, feliz y extrañamente, no hubo ningún fallecido. Por eso hizo falta un segundo hecho. Philip Butters —un periodista radial de extrema derecha que pretende ser candidato a la presidencia— fue agredido en la región de Puno. Los puneños le increpaban haber pedido que se disparara a los ciudadanos del sur peruano cuando las protestas contra el gobierno de Boluarte hace tres años. Lo importante es que la agresión transparentó de manera muy brutal el odio que la ciudadanía profesa por todos quienes han participado de una manera u otra de la coalición en el poder estos últimos tres años.
Así, un escalofrío recorrió al país y otro a los políticos. Visto en perspectiva, ninguno de los dos eventos era en sí mismo ni inédito ni inimaginado. Boluarte y el Congreso tienen 3% de popularidad hace mucho; saben perfectamente que son aborrecidos. Pero alguien interpuso una moción de vacancia en la mañana del jueves y después otra y luego dos más y, como hubiera dicho Cheo Feliciano, se soltaron los caballos. La emoción se hizo moción.
Empujados por un estado de ánimo que los llevó a la performance afectiva, uno a uno los congresistas que habían sido los valedores de Boluarte se fueron sumando a su defenestración. De golpe, se dieron cuenta de lo tóxica, corrupta e inepta que resultaba la señora.
La hora de la verdad llegó en la tarde para los dos grupos más numerosos en el fragmentado congreso peruano y quienes han cogobernado con Boluarte con más cercanía: el fujimorismo y Alianza para el progreso (APP). Ambos entendían que se gestaba una situación contraria a sus intereses. Saben que no son más que un atado de mediocres e impopulares personajes que pueden lanzar una iniciativa como esta, pero no podrían atajar sus inesperadas consecuencias.
De hecho, el congresista fujimorista Fernando Rospigliosi aseveró que no respaldarían la vacancia justo unos minutos antes de respaldarla. Y luego APP también se vio obligado a sumarse. A seis meses de las elecciones, se les hizo muy costoso ser los únicos apoyos de Boluarte. Y sin que nadie supiera muy bien cómo, los 122 congresistas habilitados para votar coincidieron en mandar a la presidenta a su casa.
Si en los últimos tiempos se habla mucho de polarización afectiva, en el Perú manda el sacudón afectivo y sus imprevisibles consecuencias. Un país que se hace ingobernable fruto de un sistema en el cual tanto las instituciones como representantes han perdido la capacidad de dar forma al juego político. En estos últimos tres años se modificó la constitución más de 50 veces y se trata de un sistema donde es común que el presidente de la república debute en política con ese cargo. En ese contexto, el proceso político, para decirlo castizamente, va a su bola. Devora instituciones y funcionarios azarosamente elegidos (llamarles “políticos” es un exceso) y produce desgobierno, violencia, criminalidad.
El nuevo presidente de la república, José Jerí es el retrato vivo de esa dinámica. Hace unos días nadie sabía quién era. Resultó elegido congresista el 2021 con un “partido” menor y apenas 11.000 votos, pero tuvo la suerte de que el expresidente Vizcarra fue inhabilitado para ser legislador y, entonces, ocupó su lugar. Hoy con 38 años es presidente.
Y es un personaje ideal para esta obra del absurdo. Su característica más célebre es ser un posteador serial de comentarios machistas y misóginos en las redes; así como famoso por seguir una serie de cuentas porno. Como no podía ser de otra manera, el país lo ha rebautizado como José Pajerí.
Pero, tristemente, también como “violín”. Porque tuvo una denuncia por violación, a la postre archivada. Y, como no puede ser de otra manera, un mediocre de esta calaña en los últimos tres años fue pieza clave de la alianza entre Legislativo y Boluarte.
Sería alentador preguntarse: ¿puede Jerí sacar al Perú de la trayectoria calamitosa en la que se encuentra? Pero todos sabemos que no tiene sentido planteárselo, porque está ahí, justamente, para asegurar que esa dirección no se altere. Ni quiere ni puede. Si el Congreso hubiera tenido la intención de cambiar el rumbo del país debería haber nombrado presidente a alguien ajeno al pacto por la impunidad y extracción de renta que ha regido el país en los últimos tres años. Pero designaron a uno de la casa. Izquierda y derecha. Quieren que todo quede, citando al generalísimo, atado y bien atado. Hay pánico de un ejecutivo con alguna autonomía.
Lo que sí tiene sentido preguntarse es si Jerí durará en el cargo. Como es obvio, no hay forma de anticiparlo. La política vaciada es enemiga de la predictibilidad. Probablemente haya que esperar otro golpe de emoción para que las cosas se muevan. Y, sobre todo, para que la ciudadanía se mueva. Hay una marcha convocada para el 15 de octubre pero eso parece lejos. Al menos unos buenos cacerolazos podrían comenzar a desperezar a las ciudades. El Perú necesita que las elecciones generales del 2026 no estén en manos de esta galería de portapliegos de los peores intereses. Es difícil conseguirlo. Pero la esperanza principal de la política vaciada es que si en ella todo resulta difícil, bien visto nada es imposible.
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