Cuando el poder importa más que la ley
El paulatino sometimiento del poder a las leyes ha sido una constante siempre en tensión

Es un viejo asunto. No hay civilización que no haya confrontado ese dilema cuyos integrantes se definen por aristas de enorme complejidad que, además, no dejan de interferirse y de retroalimentarse en direcciones y sentidos muy diversos. ¿Cuál es el origen del poder? ¿Cuál es su finalidad? ¿El poder tiene límites? ¿Quién los marca? Interrogantes que se aplican también a la ley con igual interés.
El dilema se suscita en numerosos ámbitos. Genéricamente es la arena pública en donde cobra mayor realce. Sin embargo, no es menos acucioso en el terreno de las relaciones privadas. La familia, el trabajo, el club social, la comunidad de vecinos son espacios en los que el poder y las normas se contraponen. También se da su confrontación en el ámbito íntimo. Frente a quienes sostienen que el poder es una relación social se da una versión en la que el ego combate reglas autoimpuestas bien sean de naturaleza biológica o cultural y ello se desempeña en la más absoluta introspección.
No obstante, es el escenario público donde el pulso tiene una vigencia permanente alcanzando una mayor relevancia cuando se concibió la sociedad de masas hace más de un siglo. Desde entonces, el paulatino sometimiento del poder a la ley ha sido una constante siempre en tensión. En líneas generales, los avances han superado a los retrocesos coincidiendo con progresos en la resolución, o al menos morigeración, de los conflictos por vías pacíficas, así como en la cobertura mínima generalizada de necesidades básicas en torno a la comida, la vivienda, la salud y la educación.
Muy diferentes grupos humanos han abierto espacios para liberarse del yugo que durante mucho tiempo supuso la imposición irrestricta de un determinado credo religioso y la apuesta en pro de dignificar su existencia como seres portadores de derechos inalienables. Asimismo, el trabajo dejó de ser poco a poco una atadura menesterosa. Se desarrollaron distintas pautas a la hora de definir los objetivos que como colectividad se deseaban alcanzar en el medio plazo, así como los mecanismos que deberían llevarse a cabo. La participación de los individuos en la cosa común fue abriendo espacios tímidamente y una determinada lógica de la representación se fue imponiendo.
El poder, por su parte, adquirió resortes nuevos para su uso que edulcoraron la utilización de la fuerza bruta. Su maridaje con el progreso tecnológico fue eficiente de ahí que resultaran determinantes las novedosas formas de actuación de los cuerpos de seguridad del estado y la propia sofisticación del uso de la burocracia. En diferentes contextos el siglo XX aporta numerosos ejemplos. Guillermo O’Donnell supo captar muy bien el dilema cuando articuló su concepto del estado burocrático autoritario que, aunque lo aplicaba a cierta realidad latinoamericana, tenía una clara vocación universal.
Solo el avance del liberalismo político, heredero del pensamiento de la Ilustración y en consonancia con una decidida apuesta por la liberación de las cadenas del antiguo régimen, supuso en occidente una ventana de aire fresco que aliviara la pestilencia de las cloacas del despotismo. El aliento de las masas hizo el resto al introducir programas ejecutores de transformaciones sociales imperiosas. El poder, no sin dificultades y agujeros por los que se filtraban viejas mañas que favorecían a intereses fundamentalmente relativos a sectores oligárquicos, aunque no solo, parecía estar bajo control.
La Constitución y una serie de textos consolidaron la nueva situación alcanzada y articularon los principios generales de ordenamiento básico, así como los variados procesos de ejercicio del poder, de su control y de la puesta en marcha de sus decisiones para transformar la realidad. Las elecciones, las relaciones entre los poderes del estado, la salvaguarda de derechos y el diseño e implementación de las acciones de los gobiernos -las políticas públicas-, constituyeron un elenco de asuntos que definieron durante décadas el eje de lo que se vino en denominar la política democrática.
Sin embargo, otros aspectos clásicos presentes en el devenir de la humanidad habían seguido condicionando el acaecer de los acontecimientos. Gestada en lo más íntimo de la persona, la ambición constituía el motor fundamental de la actuación de individuos capaces de sortear las teóricas limitaciones urdidas para canalizar el proceso de acceso y de ejercicio del poder. Un asunto que no dejó de repetirse década tras década y que, si bien normalmente terminó con la deposición del ambicioso por un mecanismo u otro, en el interregno dejó sembrada la zozobra y el miedo, además del dolor y la muerte.
La reivindicación y revalorización de la democracia fue un revulsivo en diferentes momentos del siglo XX que culminó con un instante feliz de su desarrollo. La pulsión personalista por el poder parecía encauzada en gran medida. Sin embargo, paulatinamente el proceso fue encallando hasta llegar al descarrilamiento en buen número de países al cumplirse el primer cuarto del nuevo siglo. La propensión histórica de la presencia del hombre fuerte parecía tener una nueva oportunidad para hacerse presente.
Ahora, además, el entorno había sufrido cambios importantes de manera vertiginosa que afectaban al mayor número de personas que jamás se habían encontrado bajo un paraguas similar. La revolución digital gestaba un nuevo modelo de sociedad desestructurada en consonancia con los viejos patrones de convivencia y de socialización. Su extremado individualismo entraba en connivencia con nuevos emporios tecnológicos empresariales convertidos en los principales actores de la economía mundial y cuyos activos descansaban precisamente en el protagonismo masivo del consumo.
La conjunción de la ambición de unos pocos con la desestructuración de la gente en el marco de una economía profundamente monopolística, donde la comunicación y la información son los vectores principales -que no solo ocupan abrumadoramente el tiempo de las personas, sino que desde los mismos se reorienta la vida en una conjunción enajenadora a medio camino del entretenimiento y de la adecuación de la verdad-, facilita que la ley lleve camino de ser papel mojado. La voluntad del líder se impone de manera absoluta haciendo de su caprichoso empeño sobre sus vasallos la norma incuestionable.
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