¿Qué hacer?
Me aburren, me parecen inanes, repetitivas o irritantes la mayoría de las series actuales que exhiben las plataformas

El tiempo se dilata hasta extremos crueles cuando llevas inmovilizado desde hace un mes en una silla de ruedas. Para aliviar el tedio y la impotencia que crea la reclusión forzosa puedes recurrir a la memoria de las cosas buenas que te regaló la vida, pero ese acto de afirmación solo sirve durante un rato. También entretenerte con las historias venturosas que puede engendrar la imaginación. Cualquier cosa excepto aceptar la cotidiana y desesperante compañía de la televisión. Me provoca dolor de cabeza, alteración del sistema nervioso, hastío. Si ese aparato ejerce de ventana para mirar el mundo, informarte de la realidad, distraer a los excesivos tiempos muertos, prefiero el silencio absoluto, la contemplación de la pared o de la nada.
Afortunadamente, dispongo de juguetes que mantienen intacto su encanto. Por ejemplo, revisar los libros maravillosamente editados por Taschen. Escuchar la opiácea música de la discográfica ECM, cuyos publicistas alimentaron un lema entre triunfalista y lírico, pero no gratuito, al asegurar que eran los sonidos más bellos que se podían escuchar aparte del silencio. Y en mi desordenada biblioteca, un escritor que me otorgó enorme placer en mi adolescencia y en mi juventud me reclama que vuelva a sumergirme en su legendaria obra, en la que ocurrían tantas cosas. Se llamaba Robert Louis Stevenson.
Y me aburren, me parecen inanes, repetitivas o irritantes la mayoría de las series actuales que exhiben las plataformas. Qué horror esa gilipollez efectista, que parece enloquecer a la siempre impostada y boba modernez, titulada Sky Rojo. Pero guardo con mimo en mi filmoteca el apasionante material que garantizó durante mucho tiempo (ya no) la firma HBO. Esa sensación perdura. Me engancho sin prisas y sin pausas a las viejas series que me hicieron feliz. Los clásicos no envejecen, no se agotan. Suena tópico, pero es cierto.
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