Un vicio social difícil de combatir

Ahora sabemos por qué estaba tan nervioso Arias Cañete en el debate del jueves con Elena Valenciano: tolera las diferencias ideológicas siempre que el interlocutor sea un varón, porque en la competición por la virilidad superior está el fondo de la masculinidad y hace cómplices a los contendientes (se sentiría más cómodo debatiendo con Rubalcaba, dice); también puede soportar la diferencia sexual, siempre que la afinidad ideológica le permita tratar a las mujeres con deferencia (alaba a Loyola de Palacio, Cospedal o García Tejerina, que son de su cuerda). Pero cuando se juntan las dos cosas, la diferencia de género y la divergencia política, se bloquea.
Sus asesores debieron de insistirle mucho en que ocultase su hombría, y él les obedeció, pero enseguida tuvo la certeza de que había sido eso —que no le dejaran ser como es— lo que le había perjudicado en la justa dialéctica. ¿Significa eso que es machista? Él cree que no, porque piensa que el machismo es una doctrina como el cristianismo, o una postura política, como el feminismo, y él no se adhiere a tal cosa. Pero es que el machismo es otra cosa: un vicio social que se contrae en el medio familiar y comunitario, mientras uno aprende a atarse los zapatos o a sonarse las narices; se incorpora a la conducta como un hábito y se experimenta como natural, como pasa con los gustos gastronómicos.
Por eso es difícil de combatir. Tiene la forma de un entendimiento tácito e inconfesable entre varones (una forma sutil de homosexualidad, como comprendió Georges Devereux) que excluye —e infama— a las mujeres, y exhala el pegajoso olor a sudor de la camaradería, es decir, de quienes duermen en la misma cámara. Entre los dirigentes políticos que no usan desodorante se les notaba mucho a Hugo Chávez y a Sarkozy, y se le nota mucho a Putin. En la URSS, cuando se consideraba a alguien disidente, se le retiraba el título de “camarada” y se le llamaba despectivamente ciudadano. Esta condición es la que se exige para participar en un debate político: que se deje uno en casa su camaradería y que no pretenda sacar ventaja pública de sus señas privadas y viscerales. No hace falta, pues, que Elena Valenciano insista en que es una mujer (como hizo en el debate), lo que haría falta es que Arias Cañete consiguiese olvidarse de sus vísceras, que el otro día le hacían sudar esperando el momento de quitarse el apretado disfraz de ciudadano y volver a estar entre sus camaradas, donde las mujeres no hacen política o, si la hacen, no le llevan la contraria.
José Luis Pardo es filósofo.
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