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Salud
Tribuna
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Salud global y soberanía nacional: ¿conflicto inevitable?

El rechazo de EE UU al Reglamento Sanitario Internacional pone en riesgo la gobernanza mundial sanitaria. Si algo dejó claro la pandemia es que la salud global no puede depender exclusivamente de las decisiones de cada país

Retrato del secretario de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, Robert F. Kennedy Jr., quien junto al Secretario de Estado, Marco Rubio, anunciaron el rechazo oficial al Reglamento Sanitario Internacional.

Apenas cinco años después de la mayor crisis sanitaria global del siglo XXI, el mundo vuelve a enfrentarse a una disyuntiva problemática: mientras la memoria de la covid-19 sigue fresca y los organismos internacionales trabajan en reformas para que una emergencia similar no vuelva a pillarnos desprevenidos, algunos países —con Estados Unidos al frente— comienzan a desmarcarse del consenso.

A mediados de julio, el gobierno estadounidense comunicó oficialmente su rechazo a las reformas del Reglamento Sanitario Internacional (RSI), aprobadas por la Asamblea Mundial de la Salud en 2024. Estas enmiendas, largamente negociadas tras la pandemia, buscaban fortalecer los mecanismos de preparación, respuesta y cooperación entre Estados frente a amenazas sanitarias trasfronterizas. Su contenido incluye la creación de nuevas categorías de emergencia, sistemas más ágiles de notificación y respuesta, y el compromiso de compartir recursos y datos en situaciones críticas.

Las autoridades estadounidenses consideran que las nuevas disposiciones del RSI podrían ‘comprometer la capacidad del país para tomar decisiones soberanas’

Para muchos expertos en salud pública y diplomacia sanitaria, este paso atrás constituye un riesgo mayúsculo para la arquitectura de gobernanza global de la salud. Para otros, es una reafirmación de la soberanía nacional en un ámbito especialmente sensible: las decisiones sobre salud, seguridad y derechos fundamentales dentro de las fronteras de cada Estado.

¿Qué está en juego?

El RSI no es un tratado nuevo. Data de 1969 y fue reformado en 2005, después del brote de Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS, por sus siglas en inglés). Su función es definir un marco común para detectar, notificar y responder a amenazas de salud pública que puedan traspasar fronteras, con la Organización Mundial de la Salud (OMS) como centro coordinador. No es vinculante en sentido estricto, pero sí establece obligaciones jurídicas para los Estados miembros, entre ellas la comunicación inmediata de ciertos eventos sanitarios, y medidas para no obstaculizar el comercio o los desplazamientos de manera injustificada.

Tras la covid-19, quedó claro que este instrumento, aunque útil, era insuficiente. La notificación tardía, la falta de cooperación entre países, la competencia por vacunas y la opacidad en datos clave pusieron de manifiesto los límites de un modelo voluntarista en un mundo interconectado.

Las reformas acordadas en 2024 intentaban corregir estas debilidades. Incluyen, entre otros aspectos:

En suma, una versión más robusta del RSI, que apunta hacia una gobernanza sanitaria más preventiva, equitativa y también vinculante.

El argumento de la soberanía y sus límites

¿Por qué ha dicho no EE UU a estas reformas? El argumento principal es un híbrido entre jurídico y político: las autoridades estadounidenses consideran que las nuevas disposiciones del RSI podrían “comprometer la capacidad del país para tomar decisiones soberanas” sobre salud pública, seguridad nacional y libertades individuales. En particular, preocupan los aspectos que podrían entenderse como cesión de control en situaciones de emergencia, así como la posibilidad de que la OMS declare una crisis que obligue a una respuesta interna.

Si en el futuro se repite una situación como la de 2020, y los países más poderosos deciden actuar al margen de los mecanismos multilaterales, la respuesta será más lenta

Pero este argumento, aparentemente razonable, deja sin respuesta una cuestión fundamental: ¿puede un país enfrentar solo una amenaza sanitaria que no reconoce fronteras?

Si algo dejó claro la pandemia es que la salud global no puede depender exclusivamente de las decisiones de cada país. La detección precoz de brotes, el intercambio de información epidemiológica en tiempo real, la coordinación de cadenas de suministro y la distribución de vacunas o antivirales son procesos que requieren algo más que buena voluntad: exigen reglas comunes, confianza institucional y compromisos verificables.

Desde este punto de vista, apelar a la soberanía —aunque legítima— se convierte en un obstáculo si paraliza los esfuerzos por construir mecanismos de respuesta global que, en última instancia, también protegen a cada país individualmente.

El riesgo de fragmentación y sus consecuencias

El rechazo de EE UU no es solo simbólico. Tiene consecuencias prácticas e incluso estratégicas. Como mayor financiador individual de la OMS, su decisión puede influir en otros países que dudan en ratificar las reformas. Además, puede debilitar la legitimidad política de las nuevas normas, que deben contar con amplio respaldo para ser efectivas.

Desde una perspectiva sanitaria, los riesgos son tangibles. Si en el futuro se repite una situación como la de 2020, y los países más poderosos deciden actuar al margen de los mecanismos multilaterales, la respuesta será más lenta, más desigual y menos eficaz. Ya lo vimos con la carrera por las vacunas, donde la lógica del “sálvese quien pueda” imperó sobre los principios de equidad.

Por otra parte, la descoordinación internacional en salud genera costes indirectos de magnitud económica, social y política. La confianza ciudadana en las instituciones se ve erosionada cuando la respuesta es caótica. Las desigualdades se agravan cuando los recursos esenciales no llegan a todos, y los discursos conspiranoicos encuentran terreno fértil cuando no hay narrativas institucionales claras ni cooperación visible entre Estados.

¿Y Europa?

Desde Bruselas, la posición es más matizada. La Unión Europea ha apoyado activamente las reformas del RSI y del futuro tratado de pandemias. Sin embargo, algunos Estados miembros han planteado reservas en cuestiones de privacidad, protección de datos o mecanismos de cumplimiento. El rechazo de EE UU puede dar alas a estos países o sectores más reacios y ralentizar el proceso de implementación.

España, por su parte, ha defendido la necesidad de una respuesta global coordinada, basada en la evidencia científica y la solidaridad. El Ministerio de Sanidad participó activamente en las negociaciones previas y ha subrayado la importancia de avanzar hacia una salud global más robusta y equitativa.

Una oportunidad que no debemos dejar pasar

La pandemia de covid-19 fue una tragedia global, pero también una oportunidad histórica para repensar la cooperación sanitaria internacional. Las reformas del RSI eran, y siguen siendo, un paso en esa dirección. Requieren ajustes, probablemente sí. Requieren salvaguardas, seguramente también. Pero sobre todo requieren voluntad política, altura de miras y visión a largo plazo.

Rechazarlas en nombre de una soberanía cortoplacista y restrictiva es, en el fondo, una forma de negarse a aprender de lo vivido. Y en salud pública, negarse a aprender es un lujo que el mundo ya no puede permitirse.

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