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Pesadilla

A lo largo de dos días se cargaron de libros los camiones de la basura para llevarlos a un vertedero

Se enteró por la radio. Habían expurgado las bibliotecas porque ya no tenía sentido conservar tantos libros. Casi nadie los usaba en un mundo más parecido a las oficinas viriles de un banco que a un ateneo sentimental. Era más rentable utilizar los viejos espacios para otros fines. A lo largo de dos días se cargaron de libros los camiones de la basura para llevarlos a un vertedero situado en la carretera del Progreso, a cien kilómetros de la ciudad. Las sombras polvorientas de las estanterías iban a ser habitadas por los negocios de siempre y los nuevos circuitos de la comunicación. Como un derrame de hidrocarburos en la corriente de un río, empezaron a extenderse las consignas de la utilidad, las prisas y los cálculos. Pero si yo creo en la utilidad, se atrevió a protestar un libro, mientras era agarrado por los operarios para lanzarlo al camión de la basura. Vamos a ver, yo siempre he pertenecido al futuro, quiso decir otro, y llevo entre mis páginas una idea de progreso, insistió, mientras su lamento se perdía camino del estercolero.

Cuando se enteró de lo sucedido, el lector pensó que era buena idea acercarse hacia los territorios de la basura. Tal vez pudiera salvar allí algún ejemplar valioso. El custodio de los libros, ahora un guarda de estercolero, le orientó hacia un extremo del barranco. El camino era muy desagradable, un espectáculo de escombros, desechos orgánicos, estanterías rotas y piltrafas malolientes. Acostumbrado a la melancolía de las ruinas, al paso lento de los siglos y las civilizaciones, el lector se vio envuelto por un paisaje sin poesía, con ratas que dibujaban una red de improperios. La basura tiene mucho de autorretrato para el instinto animal. Estamos llamados a descomponernos, sintió el lector, mientras descubría un cadáver sobre la cochambre. En el bolsillo del cadáver, parpadeaba la luz de un teléfono móvil. Lo seguían vigilando desde el otro mundo.

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